La última vez que habías comido botillo el festín de los compañeros de curro, entonces en Avilés, dio lugar a una divertida anécdota. Por lo que fuera, un fotógrafo desconocía la convocatoria y cuando volvió de su descanso y se enteró de que nos habíamos ido todos a comer botillo no dejó de lamentarse durante una semana entera en largos monólogos pronunciados en voz alta, a modo de recriminación para el colectivo: porque claro, van a comer el botillo y a uno no le avisan; porque claro, si quedan para comer el botillo y te dejan fuera pues no te sienta bien; porque claro, el día del botillo es algo especial… Así todos los días a todas horas hasta que Nacho, divertido redactor, le gritó agotado por aquel acoso y derribo: ¡Cállate ya, botillo! Aquel fotógrafo que no comió el botillo se quedó con el mote de botillo hasta el día de su jubilación.
Quince años después, el sábado volviste a comer botillo. Pero no en Avilés, sino en el Bierzo, en su sitio ideal. Todo empezó al desviar el coche desde Ponferrada, puerto arriba, hasta Peñalba de Santiago, uno de los pueblos más bonitos de España, encaramado en el monte, con sus soportales, sus pizarras y una iglesia mozárabe del siglo X. Tras un paseo por el monte de un par de horas, en la cantina te calibran una espera de 45 minutos y en el otro bar, de 30, pero en este segundo sitio hay un hombre solo metido en años al que se ve desbordado, así que vuelves a la cantina. Y aciertas. Mientras esperas, cae un rico vino del Bierzo y una tapa de lomo, que relajan el hambre. De repente se libera una mesa y pides tres cosas para picar antes de sentarte. Entonces viene el dueño algo misterioso y señala una fotografía colgada en la pared de un seductor botillo en una amplia cazuela de barro acompañado de garbanzos, patatas, verduras y chorizos. Os voy a dar un consejo. Me queda un botillo. Es casero. Muy típico de aquí. Con eso tenéis para comer los dos. ¡Hecho! La esposa nunca había comido botillo. Te pregunta qué tiene. Pero cuando le ibas a explicar que eran los restos de la matanza del gochu condimentados con mucho pimentón y embutidos te frena: casi mejor no saberlo. Está para quitar el hipo. Sabroso. Auténtico. Poderoso. Regado con vino del Bierzo (el mejor) y rematado con una tarta casera de castañas y un café de puchero.
En la cantina de Peñalba de Santiago te has
reencontrado con el botillo. Al salir a la calle sientes tener un animal vivo paciendo en el establo de tu estómago entre aromas de vino y pimentón. Quizá hayas tomado proteína para un mes. Sin embargo, el fin de semana leonés no ha hecho más que empezar. En Molinaseca, parada y fonda a siete kilómetros de Ponferrada, el primer vino antes de la cena con dos buenos amigos, llega acompañado de una tapa de oreja. Tratas de explicar que el botillo apenas deja sitio para la cena, pero un rato después estás picando boletus, pimientos asados y queso. De la cena surgirá la idea del regreso dominical, pues cuando preguntas a tu colega leonés por Babia te apunta el nombre de La Cueta, el pueblo más alto de toda la provincia de León (ránking en el que no cuentan los puertos). Así que en el retorno a Gijón, te desvías de Piedrafita hacia Somiedo y de Vega de Viejos hacia La Cueta. La carretera muestra un paisaje idílico de alta montaña y muere, cuatro kilómetros después, en este singular rincón situado a 1.450 metros de altitud.
Tras un corto paseo interrumpido por la nieve, toca la pitanza. El bar Picos Blancos tiene buena cara. En el comedor de paredes de piedra está todo muy curioso. La señora empieza a recitar platos. La pareja astur elige de primero unos gruesos espárragos y un plato de lomo adobado con pimientos del Bierzo. Y de segundo, cordero estofado. Cuando sale la fuente del cordero, inmensa, con sus patatas fritas encima, piensas en el botillo, te encomiendas al señor nuestro dios y casi te la acabas con la ayuda de la esposa. Delicioso. Sin sabor a corderucio, como dice ella. Dos tartas caseras y dos cafés de puchero te elevan a los altares. Animado por el sano alimento, interrogas al marido de la cocinera. Tras preguntar por la altitud de La Cueta, le preguntas cuántos vecinos son. La respuesta es singular: «Nosotros». Pero nosotros no es solo el matrimonio: es la madre de 93 años, él y su mujer, su hijo, su nuera y sus dos nietos. Una familia de siete, a la que se suman los vecinos de fin de semana. Última pregunta: ¿Qué bichos se ven por aquí? El rebeco. Sobre todo, rebecos. ¿Osos no? No.
Con toda la información procesada y la pitanza por procesar, vas al coche. Pero antes de arrancar, caes en un profundo sueño reparador de botillos y corderos. Para lavar la conciencia, tras bajar el puerto de Somiedo, te desvías a Villar de Vildas para caminar hasta La Pornacal, dos horas ida y vuelta que alivian un tanto las conciencias. Al llegar a casa sientes que le has mordido a León un trozo de glúteo crudo. Si empezara el invierno, podrías recluirte en una cueva con reservas para dormir tres meses. Pero acaba de terminar. Así que no te quedará otra que ponerte a lechuga una semana para depurar ese botillo que habita en tu interior.