Uno va al cine a ver una buena película, a entretenerse, a reflexionar, a dejarse llevar. Con Woody Allen está todo garantizado: risa, diversión, ingenio, moraleja… ‘Midnight in Paris’ gira sobre ese pensamiento universal, llegados a cierta edad, de que cualquiera tiempo pasado fue mejor e invita a centrarnos en el presente, a disfrutarlo; seguros de que unos años adelante el tiempo que recordaremos con nostalgia es el ahora. Dejemos entonces de rebobinar y pongamos el foco en este preciso instante. Y disfrutemos como enanos de lo cotidiano o de lo excepcional.
Con ese trasfondo, la última película de Woody, otro golpe de genialidad, uno más, se instala en un París de ensueño. Lo presenta al inicio con la grandiosidad de la mirada de quien ha sucumbido en la ultramadurez a los encantos de la vieja Europa y nos suelta sobre ese escenario a unos personajes que nos van a deleitar: una pareja antagónica, ella pija y él soñador, unos padres de ella ricachones, de viaje de negocios y familia, otra pareja sabelotodo a la que se encuentran y, en medio de todo ello, un mundo nocturno de fantasía en el que el protagonista se topa con todos sus ídolos de las letras y las artes del siglo XX parisino. Un desfase mental excelentemente presentado, con unos diálogos a la altura de su ideólogo (genial Dalí) y una ambientación diez; ingredientes todos ellos que van conduciendo a la segunda moraleja de la película. Y esta no es otra que la pregunta a veces nunca formulada de si, verdaderamente, uno tiene nexos suficientes con su pareja, si hay más en común o son acaso mayores las diferencias; como es el caso de la película. De su respuesta depende en gran medida la cota de felicidad.
La tercera y última moraleja es muy sencilla: ¿Hay alguien más lúcido e ingenioso a sus 75 años? Si llegásemos todos a esa edad con la frescura mental de Woody Allen el mundo sería muchísimo más divertido.