Abrir la puerta de El Jardín, el sábado noche, fue entrar en el túnel del tiempo. Viajar treinta años atrás es una experiencia de riesgo. Afloran demasiados recuerdos y uno se puede llegar a sentir tremendamente viejo. Sin embargo, a juzgar por lo vivido, el experimento resultó exitoso. Los asistentes afrontaron la cita llenos de energía positiva, cargados de nostalgia, eso sí, pero dispuestos a quemar la noche como en épocas pretéritas. La discoteca de la juventud seguía exactamente igual. La retina no engañaba ni en el tamaño ni en la decoración ni en la música. Fue talmente como si hubiera estado congelada treinta años para recibir a unos adolescentes reconvertidos en cuasicincuentones. Lo único que cambió en el remember fue precisamente eso: el aspecto físico de aquellos jóvenes que se comían el mundo noche tras noche reconvertidos ahora en hombres con barriga, canas, hijos y créditos; y mujeres con patas de gallo, tintes, hijos y créditos. Ya no tocaba hablar de ligar, sino de conciliación laboral, sitios para cenar y viajar, niños cagaos o meaos, adolescentes más altos que sus padres… El drama del paso del tiempo y el de la falta de tiempo, gran mal del siglo XXI, como protagonistas latentes de una gran fiesta en la que la diversión avanzó con la noche a notable velocidad de crucero, mientras la dura reflexión de los ‘peter-panes’ navegaba paralela adherida al casco del barco de cada cual.
Abrir la puerta de El Jardín fue una bofetada de juventud, un respingo interior, un extraño nerviosismo. Lo primero, para reproducir la historia con fidelidad, fue tomar algo en Villamanín e ir caminando por la caleya. Lo segundo, una vez dentro, pasar revista. Avanzar por la gran terraza, subir las escaleras, asomarte al fiestón en torno a la pista de baile, pedir un cacharro ¿de garrafón? en vaso de plástico y caminar alrededor del cuadrilátero de bailongos. A temperatura de sauna, el piso de arriba ofreció un leve respiro. Desde allí se divisaba perfectamente la pista y la marea humana iluminada por los neones de las paredes, la gran bola giratoria ochentera, el haz de luces y los djs. Michael Jackson, Yazoo, Mecano, El Último de la Fila, Madonna, The Commuters, AC/DC, Dire Straits, Coz, Credence, Calemba de luna, Cuando soy María Dolores… La música contribuía de forma determinante a que el viaje al pasado pareciera totalmente real. Solo que los niños de entonces estaban bastante creciditos. Aunque juntos y revueltos, pues en la rutina gijonesa ya nunca es viable cruzarte en un mismo lugar con tres mil caras conocidas en su mayor parte. O amigos. O viejos amigos. O míticus, esos seres que no sabes cómo se llaman pero que te has atravesado por Gijón miles de veces a lo largo de los años, sobre todo, en aquellos maravillosos años ochenta. El clásico puntu gijonés (en femenino suena un poco raro) al que casi te apetece saludar solo por una cuestión de roce. Y de esos en El Jardín el pasado sábado noche había una auténtica legión. “Mira esi”. “Mira aquel”. “Mira aquella”.
De la sauna interior resultó oportuno escapar al exterior, donde se estaba a las mil maravillas. Allí, en la terraza, hubo millones de tertulias y reencuentros. Gente de clase (gracias Marcelino por esa maravillosa mentira de “Ausín, estás como siempre”), amistades de la noche, del día, caras conocidas, compañeros de trabajo, colas ante el baño de las tías, pared compartida en el de los tíos… Así, de buenísimo rollo, dieron la una, las dos, las tres, las cuatro… Entonces la pareja acompañante (hermana y cuñau) anuncia retirada, pero al escribidor que suscribe le faltaba algo esencial. No se trata de reeditar un recuerdo, sino de satisfacer una asignatura pendiente. Tras aquellos años tímidos en los que jamás pisaste la pista debido a las nulas habilidades al respecto, tocaba el desquite. Así que, tras un tironín a la esposa, en un instante estás dándolo todo en la pista, ya a media entrada, animado por la cojonuda música ochentera. Así pasan dos maravillosas horas hasta que los djs anuncian el cierre al filo de las seis y rematan la faena con un inoportunísimo y chirriante ‘Gijón del alma’, del que huyes como alma que lleva el diablo. Faltaron miles de gijoneses a la cita de El Jardín (no había entradas para todos) y faltaron el histórico rayo láser que nos alumbró tantas noches (debió de quemar) y el mítico entre los míticos de la noche gijonesa, ese Falo Sanjuan que no se pierde una, pero que estaba rabiaducu porque no le dieron facilidades en su momento celebrar el aniversario del Tik en casa ajena, o sea, en El Jardín. Pero mientras vuelves con la esposa por la caleya vas más contento que nunca. “Esta noche pillé. ¡Y vaya pericaza!”, le espetas tras un sabroso morreo a la luz de la Luna.