Cuando viajas en interrail (me remonto a 1988) tienes mucho que contar. Si además tienes 20 años, si van juntos cuatro amigos, desde Gijón hasta Estambul, con paradas en cuatro países, la cosa se amplifica. Sin embargo, descendiendo a lo anecdótico, quizá la mejor enseñanza de aquel viaje sea el peligro de las latas de mejillones y el mal efecto de su líquido utilizado como arma arrojadiza. Situémonos. Vamos en los clásicos vagones con pasillo y compartimentos; en cada uno hay tres asientos enfrentados a otros tres; y unas ventanas alargadas por las que se puede asomar el pasaje. En el compartimento vamos cuatro gijoneses y dos guiris, la puerta está abierta y en el pasillo hay ambiente. El tren va a reventar, mientras atraviesa a buena velocidad un paisaje llano de la antigua Yugoslavia. Entonces nos disponemos a comer: un poco de pan, unas latas y botellón de agua; a lo cutre. Á. hace su aportación y saca de la mochila una suculenta lata de mejillones. Rompe el cartón, tira de la anilla y le invade un dilema: ¿Qué hacer con el líquido? Al momento se levanta y, sin mediar palabra, asoma la lata al exterior y la inclina: dada la velocidad, el líquido anaranjado vuela. Se vuelve a sentar y comemos. Pero apenas pasan treinta segundos cuando un fornido balcánico irrumpe en el compartimento. Está rojo de ira y señala un manchurrón anaranjado en su camiseta blanca mientras profiere unos cagamentos en yugoslavo que suenan la mar de convincentes. ¡Strogen-rojen-mag-rugen-trogen-mogen! Se debe de estar cagando en lo más alto, pero nosotros, aun temiendo por nuestra integridad física, no podemos sino sucumbir a las carcajadas generalizadas del pasillo y el compartimento. Pedimos perdón con un hilo de voz (el clásico sorry sorry), pero lloramos de risa mientras vemos una camiseta blanca inmacuada yugoslava echada a perder y un propietario yugoslavo (cuidadín con los yugoslavos, que de peleas saben un rato) que está entre rojo y naranja como la salsa de los mejillones. La moraleja es sencilla: no arroje usted el líquido de una lata por la ventana de un tren.
El autor del lanzamiento se consumó en aquel viaje como un especialista en torpezas; como lanzar la colilla de un pitillo hacia la ranura de la ventana, rebotar y quemarle la pierna a un sueco, o perder un playero en Estambul al caerle desde un alféizar y encontrar al día siguiente al turco que salió corriendo con tan preciada prenda. En una ciudad con ocho millones de habitantes, no tuvo problemas en toparse con el clásico vendedor que, sobre una manta andrajosa, exponía sus reliquias; entre otras, su playero. Él exigió su prenda, pero el sagaz otomano reclamó a cambio limpiarle su calzado por 300 pesetas de entonces. Él le advirtió que iba en chanclas, pero al otro le dio exactamente igual. Se mantuvo en sus trece y nuestro intrépido gijonés hubo de abonar las liras que pedía el turco para recuperar su playero.