Desperté desconcertado, dolorido, sin una idea aproximada de mi ubicación. Antes de abrir los ojos, me toqué la cara. Mi mano izquierda se adentró en una tupida barba. Entonces pude oler la lluvia. Empezaban a caer gruesos goterones, tan gruesos que casi levantaban el polvo al impactar contra el suelo. Me llenó la fragancia de tierra mojada, ese aroma seco y húmedo a la vez que dura apenas unos instantes hasta que todo queda homogéneamente encharcado. Tumbado en aquella cueva, unos metros elevada sobre el valle, había pasado quizá una semana en duermevela, con fiebre y una apacible sensación de quien se adentra en un sueño eterno. Había sentido el bullir de los animales, el viento manso, el sonido lejano del río; apenas había comido mis últimos víveres, sin moverme más que unos centímetros dentro de aquella oquedad en la que me había resguardado.
Ahora abría los ojos con dificultad, como si tuvieran que desenmarañar antes las telarañas de mi mente. Lo hice de todas formas. Tras unos minutos de esfuerzo, las formas difusas comenzaron a definirse: los árboles, la montaña al otro lado del valle, el camino que surcaba aquella pradera partiéndola en dos, unos caballos a media ladera. Una hora después de recobrar la consciencia inicié el esfuerzo de moverme. El cuerpo pedía agua, para beber y para asearse. Comencé por arrastrarme, avanzando a cuatro patas, como una hiena o un perro vagabundo; al cabo de unos metros pude levantarme, pero me mareé y caí de bruces. Llegar al río fue como hallar un oasis en el desierto. Agua cristalina, limpia y fresca. Desnudo, me tumbé en la orilla y sumergí todo mi cuerpo; apoyé la cabeza en una piedra más gruesa y la rodeé cogiéndola con los brazos para que no me llevase la corriente. Así permanecí un tiempo indefinido.
La lluvia había cesado, vencida por un sol picante. La temperatura era buena. Por momentos, tuve la tentación de dejarme llevar por el agua e iniciar un viaje por el río, pero había que reponer fuerzas, comer y recuperar la memoria. En aquel momento, no sabía muy bien cuál era mi hoja de ruta. Tan solo que había dormido durante días. Rememoré muchas jornadas por el monte, muchos encuentros con animales y, también, aquel pueblo fantasma donde dormí, el campanario, la mujer que me dio carne guisada para cenar y un suculento desayuno; y aquella cama con sábanas de hilo en una habitación con un suelo de madera crujiente. Ahora mi cama era el propio río y carecía de comida, evaporado ya el aroma de la lluvia.