(Explorando los Pirineos 4)
Cuando llegas al valle abierto, escoltado por dos impresionantes paredes de roca caliza hasta ese fondo circular donde se oculta la cascada Cola de caballo, te acuerdas inmediatamente de Ayla y Jondalar. Los dos protagonistas del serial cavernícola literario ‘Los hijos de la Tierra’, de Jean M. Auel, tuvieron que vivir en un sitio muy parecido a Ordesa. Así lo imaginas tú, al menos. Si Cola de caballo es, simplemente, un adorno final, un delicado vidrio acuoso con una forma caprichosa, el valle que antecede y rodea a esta fina cascada es la joya de la corona pirenaica, el envoltorio más sobresaliente que pueda tener una llanura de alta montaña.
La excursión a Ordesa comienza en Torla, donde debes dejar el coche para tomar un autobús que te dejará en el punto de partida del valle. El lleno total, con montañeros armados hasta los dientes, anima al comando gijonés a repetir la estrategia de Benasque para contrarrestar, si cabe, el atuendo urbano, la falta de voluminosas mochilas llenas de útiles de montaña; ni siquiera va equipada la pareja con los masificados dobles bastones sin los cuales los humanos de 2014 parece que no supieran siquiera caminar. Sin más armas que sus piernas, los gijoneses saltan los primeros del autobús y toman la directa hacia Cola de caballo. Tal es el ritmo con el que se adentran en el valle que no solo no les adelanta nadie, sino que empiezan a rebasar a usuarios del anterior autobús, llegado un cuarto de hora antes. El objetivo, como el de tantos, es no ir en romería. Cuanta más intimidad con la montaña, mejor. Los carteles indican: Cola de caballo, 3,5 horas. Al final, lo harás en dos. Las piernas están entrenadas y el cuerpo tiene ganas de quemar adrenalina. La senda comienza monótona, oculta en el bosque, sin vistas al valle, con sólo algún mirador esporádico a las cascadas del río, alguna de ellas impresionante, con más de diez escalones sucesivos de agua pura. Tras hora y media casi a oscuras, el camino empieza a abrirse al valle y en el tramo final pasas de la noche al día más resplandeciente.
Cola de caballo se te queda corto. Así que maduras subir hasta el refugio de Góriz, a las faldas de Monte Perdido. Dudas con las distancias. Los carteles indicaban 5.30 horas. Preguntas a un vasco y calibra una hora o algo más desde la cascada. “Pero, oye, así vas muy ligero. Arriba sopla bien”. Haces un cónclave con la esposa y la pareja tira para arriba. La pared se sortea con un zig-zag muy cómodo. Si en Benasque te acompañaban las marmotas, ahora son los armiños, que tienen un comportamiento similar. Hacen ruidos, corretean y se reúnen entre las piedras. Cuando llegas a la planicie que te sitúa sobre el valle de Ordesa, preguntas a un extranjero cuánto falta para Góriz. “Quizá una hora, pero el camino es precioso”. Da el ánimo necesario, pero se equivoca, pues en la mitad de tiempo coronas el refugio. Las vistas son imponentes. Encima, Monte Perdido. Enfrente, Tobarcón, un curioso pico que te recuerda a la pirámide de Zoser (-2.650 ajc), el edificio de piedra más antiguo que puebla la Tierra. Al otro lado, el Añisclo, donde, según te cuentan, hay otro precioso cañón. Tras comer un bocadillo admirando el paisaje, el comando astur celebra sus 3.45 horas de ascenso con un café con kitkat dentro del refugio. Sabe a gloria. Luego, la bajada. Cuando llega a la parada del autobús suma siete horas a ritmo trepidante. Pero ha merecido la pena.
En Góriz se toca el cielo pirenaico. Y aunque solo sea unos minutos, adquirir esa altura, contemplando todo el paisaje rocoso que te rodea te hace sentirte privilegiado. No alcanzas a entender muy bien por qué no fuiste antes. Eso mismo dijiste, en 2009, nada más poner un pie en Yosemite. ¿Por qué no vinimos antes? Cinco años después, repites la frase al descubrir uno de los rincones más bonitos cincelados por la naturaleza. Se llama Ordesa y está en España. Como Aigüestortes. Y Benasque. No hace falta coger aviones a tierras lejanas para quedarse petrificado en el monte. Los Pirineos están ahí al lado. Y son nuestros.
Tal es el placer de la bajada que pierdes unos
minutos fotografiando flores de
alta montaña. Son delicadas, de colores chillones, únicas. Justificas ante la esposa el ‘momento flor’ con un surtido de bromas diversas acerca de lo sensible que es su machoman. Pero ciertamente los ejemplares meceren el paripé. Al día siguiente tocará
emprender el camino de vuelta a Asturias, con paradas en Jaca y en el monasterio de San Juan de la Peña. Aunque sea en versión fotográfica, iniciarás el retorno con tu ramo preparado para levantar el ánimo a la esposa. Ella debe volver al tajo antes que tú. Te vas con la convicción de regresar más pronto que tarde. Los Pirineos no son flor de un día.