(Por Alemania y Austria 5)
Luis II de Baviera subió al trono con 18 años. La muerte de su padre Maximiliano II precipitó su ascensión cuando estaba aún formándose, lo cual lamentaría toda su vida. Al final, su reinado tendría un final tan extraño como el de su abuelo, Luis I, a quien se le fue la pinza con una bailarina cuya historia da para todo un peliculón. Cuenta la leyenda que cuando el monarca le preguntó si su belleza era obra de los dioses, Lola Montez tomó una tijera, rajó su vestido y le dijo que lo comprobase él mismo. El rey se enamoró perdidamente de ella, le dio una dote descomunal, le regaló un palacio y la bailarina empezó a erigirse en la auténtica gobernanta de Baviera. El mosqueo ciudadano fue engordando hasta una revuelta estudiantil en Munich que el monarca, guiado por los caprichos de la amada, apoyó. Fue la gota que colmó el vaso. La oligarquía de Baviera lo destituyó al instante. Corría 1848. Tras el reinado del enfermizo Maximiliano, Luis I tomó el báculo en 1864.
Alma sensible, fascinado por la épica, la música y la arquitectura, en sus primeros años Luis II gobernó con entusiasmo. Sin embargo, en 1871 Babiera perdió su condición de estado soberano con la creación del Reich alemán y pasó a depender de Berlín, de donde le llegaría una jugosa asignación. Tras un breve noviazgo con la hermana de Sisí, Luis prefería la compañía de hombres, en especial la del músico Richard Wagner, a quien llegó a idolatrar. La dependencia de Berlín le decidió a refugiarse en su pasión por la música y por los castillos. Así fue como, inspirado en la cultura francesa y en especial en el reinado de Luis XIV, concibió el fastuoso Neuschwanstein, que Walt Disney tomaría como referente. Enriscado sobre un precioso lago, rodeado de los Alpes, el castillo más famoso del mundo permanece como una obra inacabada. Pero aún así resulta fascinante.
Para visitar Neuschwanstein, tomas el tren Munich-Füssen. Cuando sales de la estación ya te está esperando un bus de línea que recorre unos cinco kilómetros hasta una gran central de reservas, a los pies de la montaña donde se encarama. Ahí debes andar vivo. Una carrerita a la hispana te permite colocarte en parrilla de salida de una larga cola. Aunque son las doce, no te dan hora de visita hasta las dos y diez. La entrada está organizada por lotes humanos. Pero bueno: te queda subir caminando hasta el castillo unos veinte minutos (la alternativa es un carro de caballos turisticón) y distanciarte hasta el mirador desde donde enmarcas el castillo en todo el esplendor del entorno. Sin embargo, pintan bastos. La niebla no deja ver un burro a dos pasos. Así que, sin mirador que mirar, comes un bocata y haces tiempo dando vueltas alrededor de Neuschwanstein viendo almenas, compuertas, torretas… Y escuchando hablar español por los cuatro costados. Una pareja sevillana se hace un selfie a unos metros, corre la hija menuda, mira el precipicio que se desloma montaña abajo y espeta en plena Alemania: “Zi cae el abuelo… ¡Eztá muerto!”. Tras la carcajada, sales huyendo. Pero otro grupo, esta vez de tres vascas, te pide una foto en un macarrónico inglés. Tú se la haces y les dices: “¿Está bien así?” en riguroso castellano. Entonces caen de la burra.
Llegan las 2.10. Te dan una audioguía, entras en tropel al castillo y vas contemplando habitáculos. Los salones son impresionantes. La imaginación del rey, de inspiración versallesca, era extraordinaria. No dejan hacer fotos ni recrearse mucho en cada sala. Pese a la sensación de oveja atizada por un pastor, el tren y la espera han merecido la pena. Si estuviera despejado… Luego ves un pequeño vídeo, en una sala próxima a la cafetería, donde te muestran cómo fue concibiendo Luis II el castillo a partir de unas ruinas medievales y c
ómo podría haber culminado su obra con más contrafuertes almenados. Antes de abandonar la fortaleza, haces unas fotos de unas fotos donde contemplas Neuschwanstein en todo su esplendor en primavera, verano, otoño e invierno. Que no se diga. Como si lo hubieras visto, oye. Después, la pareja gijonesa se pierde un poco por Füssen, un pueblo grande y coqueto animado también por los mercadillos navideños. En la plaza principal hay un Papá Noel, o Nicolás, haciendo carantoñas a los niños a modo de precalentamiento del día de los regalos. El barullo de padres y críos es total. Aunque con cierto orden alemán dentro del desorden.
Cuando arranca el tren de regreso a Munich piensas en Luis II y te da cierta pena de este hombre soñador, amante del arte, que tuvo un final mucho más trágico que el de su abuelo. En 1886, cuando contaba 40 años, arruinado, recluido y olvidado por muchos, también fue despojado del cargo. Tras practicarle un test psicológico, el Consejo de Ministros declaró su incapacidad. Fue trasladado al castillo Berg, junto al lago Starnberg y unos días después aparecía ahogado junto a su doctor en una orilla de dicho lago donde apenas cubría dos palmos de agua. Jamás nadie se explicó lo sucedido. Así acabó sus días este singular miembro de la Casa Wittelsbach, que no dejó hijos, pero sí un castillo inacabado que, de forma casi inmediata, se convirtió en la principal fuente de ingresos de este precioso rincón de Baviera. El rey loco resultó ser mucho más productivo de lo que nadie imaginó.