(Quince días en Sicilia 4)
La palabra resulta pegadiza: Strómboli. En castellano: Estrómboli. Lo primero que viene a la mente es el recuerdo de una película. Esa que dirigió Roberto Rossellini y protagonizó Ingrid Bergman en 1950. Se rodó en Strómboli y se tituló así. Un nombre rotundo, bonito, evocador, volcánico. Rodaron aquella enigmática película en la isla siciliana y protagonizaron un tórrido romance. Entonces, recuerdan nuestros mayores, fue un sonado escándalo, pues ambos estaban casados. La película tuvo gran repercusión. Pero verla causa un hondo desasosiego. Bergman, una bellaexiliada lituana en Italia retenida en un campo de concentración, acepta la propuesta de matrimonio de un preso y éste se la lleva a su isla natal, Estrómboli, donde viven un puñado de humildes pescadores con sus familias. El shock de la ambiciosa protagonista al verse recluida en este recóndito lugar se prolonga durante todo el metraje, amargando la vida a su sufrido marido, quien no logra arrancarle siquiera una sonrisa a su bella pero insufrible esposa. La acción se desarrolla a las faldas del volcán que marca el día a día de este islote y amenaza, de forma continua, la vida de sus escasos vecinos, con periódicos zarpazos que causan la destrucción , la muerte y el exilio.
Sesenta y cinco años después de aquel rodaje, los viajeros que desembarcan en la isla eólica del mar Tirreno pueden contemplar la casa roja donde tuvo lugar el sonado romance, del que nacería un hijo, señalada para la posteridad con un letrero conmemorativo en su fachada. También pueden pasear por calles un tanto ruinosas que recuerdan algunos de los escenarios de la película, aunque el grueso de la población principal presenta un aspecto inmaculado, con sus casas caladas en blanco, salpicadas de restaurantes con terrazas panorámicas, tiendas diversas, souvenirs y bullicio callejero.
Poco recuerda a la película de Rosellini, más que el amenazante volcán de 924 metros (2.000 en realidad sobre el piso oceánico) y el blanco sobre negro que reina en la isla. Blancos edificios, negra tierra pétrea y mar azul transparente. Algunos viajeros eligen Strómboli como lugar de destino. Otros llegan en excursiones de un día desde las demás Islas Eolias: Lípari, Vulcano, Salina, Panarea, Filicudi y Alicudi. Desde Lípari, por ejemplo, la oferta es sumamente placentera. El barco parte a las dos de la tarde, se detiene junto a un rincón rocoso de Panarea para que el pasaje se dé un baño y luego desembarca en esta preciosa isla vecina de Strómboli que cultiva el lujo, al estilo ibicenco, en cada rincón. Solo hay una pega. Vayas por donde vayas caminando, cada poco te tienes que echar a un lado para que pasen, veloces, los singulares taxis, modelo transportin de campo de golf, que, como todo lo que tiene dos ruedas en Italia, ejercen una primacía absoluta sobre el peatón. Por lo demás, Panarea es un rincón francamente bello, pelín pijo, pero un gran lugar para instalarse.
La excursión de Lípari sigue ruta, tras una buena parada, hasta Strómboli y allí dejan libre al personal otras dos horas y media. Toca patear la mayor población de la isla, darse un baño en una de sus negras playas de piedra volcánica, contemplar la animada plaza del pueblo frente a la iglesia, con niños jugando al fútbol, dar fé de la placa conmemorativa de los revolcones de Rossellini y Bergman, y hacer una merienda cena en la terraza una trattoria, Luciano: ensalada, pizza de fruti di mari y cerrrrrveza. Luego llega el posible espectáculo.
Al decaer el atardecer, la embarcación pone rumbo a la cara frontal del único volcán permanentemente activo de Europa, donde pueden verse explosiones cada veinte minutos. Una nube negra emergente y su posterior disolución hacia donde marque el viento. Si hubiera suerte, se acompañaría de un espectáculo de fuego. Pero no es así. Los más valientes, instalados en la isla, suben con guía hasta la cima y aguardan a la noche para fotografiar las explosiones de los tres cráteres de arriba a abajo. Desde el barco se distinguen sus flashes. Luego deberán descender de noche, con linternas. Es una opción interesante. Pero requiere buena planificación. Y un poco de valor. El Strómboli la monta cada poco y no es de soltar lava lentamente monte abajo sino de lanzar piedras a diestro y siniestro, como si soltara un repentino cagamento. La última erupción violenta data de 1930. Pero, en tono menor, la han sucedido muchas. La más reciente, en febrero de 2007. Un buen número de barcos mayores y menores reposan al anochecer junto a su cara noroeste, la Sciara del Fuoco, caracterizada por una espectacular caída hacia el mar, por donde se ha desprendido la lava durante los últimos 13.000 años. Quienes están en la cima, tras seis horas de subida, están viendo las tripas de este gran cono incandescente. Desde el mar la sensación es muy segura. Aunque da cierta envidia no estar ahí arriba, donde recomiendan no prolongar la estancia más de una hora por la inhalación de vapores de azufre.
Después de tres explosiones en el intervalo de una hora, el barco inicia la marcha hacia Lípari. A las nueve de la noche, en julio, solo queda la luz de las estrellas. Con ellas te alejas de Strómboli, llevándote de la isla un puñado de piedras volcánicas en tu mochila y el recelo de no haberla elegido como lugar de pernocta para tus cuatro noches en las Islas Eólicas. La misma sensación tendrás en cada una que conozcas. Pero Strómboli, con su volcán cinematográfico, tiene un sabor especial. Inconfundible. Único. Al rojo vivo. Cuentan que en la Antigüedad la llamaban ‘el faro del Mediterráneo’. Una luz natural que aún no ha dicho su última palabra.