(Doce días en Noruega 3)
El adelanto del capítulo del centollo era necesario, aunque la ingesta tuviera lugar en la fase final del viaje. Los centollos, como les muyeres, siempre por delante. Si es que tienen un andar… Ahora volvemos al inicio. A la llegada a Oslo, al tren de NSB tomado en el aeropuerto tras perder y recuperar la mochila y a ese instante crítico en el que sales de la estación central de trenes y miras al entorno. Lo que ves no deslumbra, pero promete. A unos metros está la catedral y girando a la derecha, la anodina calle Storgata, por la cual llegas directo al hotel Anker, situado al lado de la bonita vereda, y paseo, de un río. Buena pinta. Oslo no es amor a primera vista, pues tiene dispersos (pero cercanos) sus atractivos. Sin embargo, cuando los has recorrido todos en los tres primeros y los dos últimos días de viaje el conjunto es espectacular.
Llegas al hotel con el día avanzado, en torno a la una, y los museos cierran a las cuatro en abril. Hay mucho para ver. Pero este primer día, mejor picotear a cielo abierto y dejar para los siguientes todo lo que sea de pago pues la Oslo Pass, por unos 48 euros, te permite visitar casi todo y viajar en bus, tranvía y
metro durante 24 horas. En la calle, evidentemente, se notan rápidas diferencias: pocos coches, gente silenciosa y una arquitectura escandinava curiosa, dominada sobre todo por el vidrio. Tras un rápido pic-nic en la habitación con jamón de la Alpujarra y palitos (el comodín que llevabas en la maleta dura poco), toca tocar Oslo. ¡Al ataquer! Lo primero, te topas con la catedral, singular y guapina por dentro con una curiosa ‘última cena’ tridimensional en el altar y un credo protestante. Luego, la Ópera, un iceberg blanco y acristalado, con un tuétano de madera que emerge sobre el mar y se va pisando por su corteza exterior hasta llegar a la cima. ¡Espectacular! Qué Sidney ni qué mi madre. El diseño es totalmente rompedor y vanguardista. Un diez. Ya empieza a gustar Oslo.
Desde la ópera enseguida te plantas en esa arteria principal, la Karl Johans Gate, por donde te vas encontrando el Parlamento, el Teatro y el Palacio Real uno detrás de otro. Esta señorial calle es cosa fina. Domina el pelo rubio, pero sin abrumar. También hay gente morena. Y guapa y fea, como en todas partes. Ahora bien, confesemos, de cuando en vez, pasa una rubia de espatarre. Y tú como vas con la muyer te haces el indiferente, aunque miras de soslayo hasta hacer un esguince en el rabillo del ojo. Luego decides abrir tu corazoncito y le preguntas por los paisanos. Ella se hace también la indiferente. Pero bueno, ¿qué circo es este? La primera cena es un éxito. Es miércoles y la Lonely Planet recomienda asiáticos y africanos para reducir el rejón de la “inhumamente cara” noruega (cena para dos puede salir a doscientos ñapos si pides como en España). El SüdOst, un asiático situado al otro lado del río, es un sitio elegante, de donde sales vivo al pedir un sabroso pad-tai y una botella de agua. Punto.
La oficina de turismo, a la izquierda de la estación de tren, es buen lugar para planificar todo nada más llegar. Un buen plano, un librín con reseña de todos los atractivos, la Oslo-Pass para un día y algún dato clave te permiten poner orden a las visitas. Por ejemplo, el jueves, segundo día osleño, es gratuita la Galería Nacional y el imprescindible Museo de Arte Moderno abre hasta las siete. Visto esto, consumirás la tarjeta de 24 horas de cinco de la tarde del jueves a cinco de la tarde del viernes y así dosificas museos. El jueves empiezas por conocer el río que pasa junto al hotel. Vereda arriba, por un paseo de ensueño, donde se entremezclan con perfecta armonía las sensaciones de pueblo y ciudad, llegas a un mercado cubierto guapu guapu, Mathallen, y desde él por el barrio de Damstredet, de antiguas casas bajas de madera, te encaramas hasta el cementerio/parque donde duermen el sueño de los justos Ibsen y Munch. Los saludas afectuosamente. Y vuelves al centro en unos veinte minutos. Toca Galería Nacional. La esposa explica su fuerte y el marido atiende. ‘El grito’ de Munch es llamativo e icónoico, pero no ye pa tanto. En directo decepciona un pelín. Al lado, hay cuadros mejores del propio artista, como una exuberante virgen que parece a la vez una prostituta. Y en otras salas, exotismos escandinavos como un paisaje de hielos marinos con una luz espectacular.
Fuera de la galería, al otro lado de la Karl Johans, destaca un voluminoso edificio en forma de U, que presiden dos grandes moles de color marrón caca. Es imponente. Un poco soviético. Inquietante. Se trata del Ayuntamiento, que data de 1950. Su visión es adictiva. Lo miras y lo miras y cuando quitas la vista apetece volver otra vez a mirarlo. Dentro dan el Nobel de la Paz, único Nobel que no se entrega en Estocolmo, sino en Oslo. Pues bien, de momento, lo miras (lo visitarás el último día) y pasas al Muelle, donde está la joya de la corona de esta gran ciudad. Tras una parada para reponer fuerzas en un café/vegetariano, People & Coffee, y un paseo por la fortaleza situada justo enfrente, Akershus, toca adentrarse en un paseo marítimo de diez. Combina a la perfección viejas fábricas portuarias de ladrillo rojo oscuro con ventanas negras reconvertidas en restaurantes con modernos edificios acristalados de diseños para quitar el hipo. Así durante un rato hasta llegar al remate final: el Museo de Arte Moderno llamado Astrup Fearnley. Una virguería por fuera y por dentro. Una visita imprescindible donde encontrarás modernas e inquietantes obras de varios millones de euros. La más brutal, la librería quemada de Anselm Kiefe en una alegoría del nazismo. La más original, la vaca partida en dos a lo largo y metida en cloroformo en sendas urnas de Damien Hirst, que también muestra a tres carneros crucificados. Y la más kitch, el Michael Jackson con su mono en cerámica de Jeff Koons. Una exposición temporal del japonés Murakami (no el escritor) sobre el mundo del cómic completan este deslumbrante y sorprendente rincón.
De vuelta al centro paras a comprar unos playeros, pues has metido la pata con el calzado. Bota de invierno y bota de nieve de descanso pensadas para Noruega se revelan como una fuente de calor excesiva para un termómetro que anda por los once grados. Y subiendo. El día tendrá un gran remate gastronómico camino del hotel. La fiskeriet, recomendado en la oficina de turismo, es un restaurante de pescado con muy poca oferta y muy fresca. Tomas un plato de ‘fish and chips’ con un delicioso bacalao fresco rebozado y, por supuesto, agua (una pena, pero una botella de vino sube a sesenta euros y una cerveza, a diez). Maravilloso segundo día.
El tercero tiene un objetivo claro. De nuevo, al Muelle. Pero para tomar un ferry a Bygdoy, una península situada enfrente donde se agrupan cuatro museos interesantes dispersos entre barrios residenciales preciosos. En el Museo del Folclore Noruego verás, dispersas por una finca, casas típicas de la noruega rural de los tres últimos siglos y una espectacular iglesia de madera que huele a serrería. Los graneros son como los hórreos astures, con sus pegollos y su muela antirratones, pero con singulares diseños encaminados siempre a protegerse de la nieve mientras se faena ante la puerta. El Viking Ship Museum muestra los barcos vikingos descubiertos en los enterramientos reales, pues cuando moría un gran jefe eran tan brutos que metían un gran barco tierra adentro y lo usaban como ataúd. ¡Espectacular! Quedan aún dos museos marítimos. El del Kon-Tiki de troncos y juncos, donde navegó el noruego Thor Heyerdahl de Perú a la Polinesia, y el del Fram, el barco utilizado por Amundsen cuando ganó a Scott la carrera para conquistar el Polo Sur. En ambos están los originales. Los cuatro museos llevan la jornada entera, de diez a cuatro, con agradables paseos entre unos y otros y una parada técnica en el café de un quinto, el Naval, vecino de los dos últimos, para tomar una reparadora sopa de pescado y un café.
Al volver al Muelle, misteriosamente, en Oslo hay 16 grados. Es viernes, 7 de abril, y las terrazas están llenas. En un barco reconvertido en bar no cabe una alfiler. Suena música animada y los aborígenes de Oslo lo llenan todo, con sus envidiables cervezas de diez euros cayendo una tras otra. Tú, pobre español entre noruegos, satisfechísimo de todo lo visto, reposas en los bancos del paseo marítimo tomando un poco el sol , digiriendo todo lo visto y contemplando el espectacular fiordo de Oslo. Pasadas las seis de la tarde, camino del hotel, haces escala en otro asiático para reponer fuerzas. Al día siguiente toca el tren a Bergen. Seis horas de ensueño, entre bosques y un sinfín de lagos, que te dejarán a los pies de esta preciosista ciudad donde embarcarás rumbo al Norte de Noruega.