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El canto de la perdiz

perdiz

Autor: Rafa González

Amanecía. Un cielo claro aventuraba un buen día. El orbayu de la noche mantenía la humedad ideal para una jornada de caza. Mientras se iba calentando el café, repasaba mentalmente todo lo que me hacía falta: documentación, el bocadillo, unas botellas de agua, los cartuchos, mi vetusta Víctor Sarasqueta del calibre 20… Reflexionaba acerca de lo que me estaba deparando la temporada que está a punto de finalizar y el balance no podía ser mas positivo. Y más si tenemos en cuenta que siempre he huido de cazar en grupo, siempre me ha gustado ir por libre, con mi pointer ‘Katy’ y yo mano a mano con las perdices. Nunca me ha interesado competir ni entrar en dinámicas poco éticas. Cazo para divertirme, sin más. Para cazar en grupo -por imperativo legal- con las batidas de jabalíes ya tengo más que suficiente.
Empiezo el día de caza un tanto espeso. No he dormido mucho y eso se nota. Pero enseguida, una vez que rompo a sudar, se me olvida todo y voy pendiente de ‘Katy’. Se arranca alguna liebre que me da un buen susto, pero de momento nada de perdices. Subir y bajar, caminar y caminar, llevo más de dos horas y aún sin disparar un tiro, intento buscar justificaciones más que explicaciones. Lo habitual: la temporada está acabando, las perdices están muy tiroteadas y recelan. Así sigo un buen rato y empieza a cundir el desánimo y las dudas me asaltan. ¿No será que no hay más perdices? No entendería estos montes sin perdices, sería un paisaje roto, como un río sin agua.
Me paro un rato, repongo fuerzas. Mi perra ‘Katy’ me mira como si pidiese una explicación: «No la tengo para mi, como para dártela a ti ‘Katy’».
Empiezo a reflexionar sobre el futuro de la caza y lo difícil que se ponen las cosas para los jóvenes cazadores.
De repente, el canto de la perdiz. Mi cuerpo se transforma. Me dirijo excitado hacia donde canta. No hay obstáculos entre su canto y yo. El canto de la perdiz es como un reto para mi. Voy poco a poco, muy atento al perro, buscando una posición de tiro buena. De repente, la perdiz se arranca y no soy capaz de efectuar más de un disparo y muy precipitado -muy pocas opciones de abatirla de un solo tiro si tenemos en cuenta mis limitaciones en el disparo sobre la caza menor-. La perdiz se va. No. ¡Ha caído! Unas plumas blancas quedan suspendidas en el aire. Subo la cuesta corriendo, la he visto caer entre unas cotollas, y hacia ella me dirijo.
La perdiz da un salto… Y vuelve a caer. La subida se me hace interminable. Por fin llego y… !No esta ahí! Empiezo a buscarla, pero nada. Respiro profundamente. Trato de calmarme, miro a mí alrededor y no la veo. ‘Katy’ anda entre las cotollas como loca. Confió que me la cobre, pero nada. Me ha ganado la partida.
Acaricio una mata de romero. El silencio me envuelve y en mi mente se repite el lance una y otra vez. No quiero seguir cazando, quiero esa perdiz. Mi relación con la perdiz después de muerta es de admiración. Si pudiese le devolvería la vida… No persigo su muerte, sino su caza. Complejo dilema.
Miro el reloj. Las tres de la tarde. Había quedado con la familia a las dos para comer. Menudo día. Estoy llegando al coche y echo una mirada hacia atrás, como negándome, resistiéndome a abandonar la perdiz.
Y, una vez más, el canto de la perdiz renueva mi ilusión y fortalece mi admiración y respeto por la reina de estos parajes.

Caza en Asturias es un Blog de El Comercio

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diciembre 2011
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