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Arantxa Margolles

Historias de Asturias

Por una pipa de sidra (1902)

Por una pipa de sidra (1902)

Lo atrajo a su casa con la intención de entregarle una pipa de sidra y acabó matándolo. El crimen de Granda, del que se cumplen ahora 112 años, conmocionó a toda Asturias.

Si por un crimen había que madrugar, se madrugaba. Máxima mediante, el 12 de febrero de 1903 la Plaza Mayor gijonesa amaneció abarrotada de gente ansiosa de ver pasar a los involuntarios protagonistas de las portadas de toda la prensa local al día siguiente. Aquel caso había conmocionado a Gijón, por más que desde Madrid llegasen noticias de otro mucho más novelesco: se juzgaba, al tiempo, a la criadita Cecilia Aznar, que había matado de un planchazo –literalmente- a su extravagante patrón. Allá donde a la capital conmocionase el que recibió el nombre de “crimen de la plancha”, en Asturias se hablaba, sin embargo, del de la pipa de sidra, en el que no había criadas sino labradores y donde los motivos, menos urbanitas que los de la Aznar –ella se gastó el dinero del patrón en juergas-, apuntaban, más bien, a los resentimientos de pueblo de toda la vida.

La escena, un cuadro. La plaza del Ayuntamiento, los soportales y el vestíbulo del mismo estaban tan abarrotados de gente que, según dijo EL COMERCIO del día 13, hubo “mujeres que gritaban ante el dolor, seguramente, del estrujamiento de que eran objeto. Este espectáculo de esas invasiones de gente la verdad es que no es del todo culto.” Ante el juez, los acusados: Manuel Palacio, de edad desconocida, comprendida entre los 25 y los 30 años, y su madre Josefa. “Ambos forman un cuadro triste”, asegura el reportero que, a lo largo de una página entera de las de antes –de las que se plegaban en cuatro- desgranará todos los pormenores del mediático juicio.

Cuando todo ocurrió, el 18 de marzo de 1902, el crimen no llamó tanto la atención. En EL COMERCIO apenas si un breve párrafo dio cuenta, entonces, de la agresión sufrida por Ceferino Menéndez, honrado labrador de Granda, en la casa del ahora acusado. La fama llegó después, cuando, al cabo de una semana, Menéndez acabó muriéndose, cosido a puñaladas, en la Casa de Socorro, y Manuel Palacio y su madre fueron sacados de su casa a culatazos, implorando por su liberación. El día de autos, Ceferino Menéndez tuvo la mala fortuna de pasar frente a la casa de Palacio en un carro lleno de estiércol. Había celebración. Las mujeres del pueblo preparaban el samartín –también la propia mujer de la víctima, Isabel Peón, que preparaba embutido en la cocina- en la casa de los Palacio, y la sidra corría con, quizás, más prestancia de la debida. Precisamente allí, donde los Palacio, había dejado José Medina una pipa de sidra comprada por Ceferino Menéndez, con el encargo de que se le fuera entregada al volver del tajo.

No había nada que sospechar ante la invitación de Palacio y, sin embargo, Ceferino Menéndez salió con los pies por delante. Las razones de la reyerta radicaban, según muchos de los testigos que declararon en el juicio, en viejos resentimientos entre los dos jóvenes, que ya habían acabado a puño cerrado en la anterior romería de Granda. Palacio, por supuesto, defendía, si no su inocencia, sí su justificación: que Ceferino Menéndez y su suegro, al bajarse del carro de estiércol, penetraron en su casa llevando “una triente cada uno”, intentando acometerle con ellas. La versión de Palacio, al que la guardia civil le incautó, a los dos días, una navaja de lengua de vaca ensangrentada escondida entre las sábanas de su cama, era tan sencilla como creíble; el fallo, sin embargo, fue el haber ejecutado su acto en un día festivo en el que muchos vecinos pasaron frente a la casa familiar como si de un escenario teatral se tratase.

Así fue. De tantos testigos presenciales como había habido, el juicio fue uno de los más poblados en cuestión de testigos de todos los que se recuerdan… aunque algunos no sirvieran de mucho. “¡Vaya un alcalde de barrio!”, exclamó el juez, según cuenta EL COMERCIO del día 13, ante la surrealista declaración de un tal Fernando Rodríguez, retratado en el periódico de forma muy poco amable: “éste era, en aquel entonces, alcalde pedáneo de Granda. En vista de su estultez y casi idiotismo, fingido o no, es mandado retirar.” Otros testigos, los más insospechados, llegaron a aportar una puntilla de poesía al fúnebre evento: Rogelia Alonso, anciana de las del pañuelo negro a la cabeza, dio muestras de gran sensibilidad al explicar que había presenciado toda la escena gracias a que “al anochecer de autos, más alumbraba la luna que el día”. De cualquier modo, en lo que incumbía a Palacio, todas las declaraciones fueron bastante incómodas. Nadie recordaba haber visto a Ceferino Menéndez portando una triente –una herramienta, por lo demás, bastante llamativa-, ni intentando agredir al acusado. Por el contrario, en la mente de los vecinos se clavaron los lamentos que el labrador, tirado en el suelo, había gemido, herido ya de muerte: “Ya me has matado, ya estoy listo. ¡Isabel de mi alma!”

Si bien la participación de Manuel Palacio en el crimen quedaba más que demostrada con la declaración de los testigos, no así la de su madre, Josefa García. Algunos afirmaron haberla visto tirar piedras a la víctima desde una ventana; otros, arengando a su hijo al grito de “¡dale, dale!”. La principal afectada, sin embargo, Isabel Peón, la viuda reciente, la situó consigo en la cocina de la casa, en el noble arte de hacer chorizos, mientras la tragedia se desarrollaba, sin que ellas se dieran cuenta, a pocos metros de distancia.

El crimen de Granda, conocido y comentadísimo en la villa de Jovellanos que despertaba al nuevo siglo, se dirimió tras cuatro interminables días de juicio en los que las autoridades hubieron, no pocas veces, de desalojar la sala de juicios. Josefa García quedó absuelta, y Manuel Palacio fue condenado a pagar una indemnización de cinco mil pesetas a los herederos de su víctima y la mitad de las costas del juicio, y a diez años de prisión mayor, durante los cuales quedaría suspendido de cargo alguno que hubiera tenido y del derecho a voto. En Gijón se cerraba, así, una de las páginas más comentadas de un siglo que no había hecho sino empezar.

Sobre el autor

Arantza Margolles, historiadora y arqueóloga gijonesa. Autora del libro 'El crimen de ayer' y coautora de 'Villafría, 1934'. Presentadora y guionista de 'Historias y Misterios' (TPA) y colaboradora de EL COMERCIO con 'Crímenes de ayer en Asturias' e 'Historias de Asturias'.


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