Un final nunca es fácil. Y aún resulta más difícil cuando no es un final definitivo, cuando las circunstancias nos obligan a continuar una relación de una manera muy distinta a la que manteníamos hasta ese momento.
Es lo que ocurre con los divorcios.
Cuando no hay hijos, la ruptura es más sencilla tanto desde un punto de vista personal como jurídico. El vínculo entre ambos desaparece y cada cual continúa sin necesidad de mantener más contacto con el otro. Tan solo es posible que quede pendiente el pago de una pensión compensatoria de uno hacia otro cónyuge pero, al fin y al cabo, es una cuestión económica que tiene determinadas consecuencias jurídicas pero que no implica el mantenimiento de una relación cercana.
Cuando hay hijos comunes, sin embargo, ni la ruptura es total ni el adiós es para siempre. Ambos padres siguen obligados jurídica y moralmente a mantener el bienestar de sus hijos incluso más allá de que alcancen su mayoría de edad pues algunas obligaciones, como la de prestar alimentos, no terminan a los dieciocho.
El divorcio ha podido finalizar con un acuerdo plasmado en un convenio regulador aprobado judicialmente o, tras un procedimiento contencioso, en una sentencia que resuelva todos los puntos controvertidos entre ambos cónyuges. En cualquier caso, por mucho que se haya intentado detallar situaciones con la finalidad de evitar problemas futuros, es imposible que se hayan podido prever la infinidad de posibilidades que pueden darse en la aplicación diaria de esas normas. En ellas encontramos los puntos de referencia, las cuestiones básicas para orientar temas como la custodia, las visitas, el pago de los alimentos… pero luego ambas partes tienen que ser capaces de solucionar con esos instrumentos cada inconveniente o cuestión que se plantee.
Y casi nunca es fácil, por muchas razones. Salimos de una relación dolidos, enfadados con la situación o con el otro y resulta especialmente complicado y doloroso seguir manteniendo el contacto para entregar a los niños o para abonar las cantidades a que se está obligado. No obstante, hay que ser muy conscientes de que lo que une a ambas partes son unos hijos que, salvo casos muy extremos, tienen derecho a mantener una relación con ambos progenitores y un nivel de vida acorde con el de los dos. Por este motivo, cada problema ha de resolverse pensando tan solo en su bienestar, lo que, además de ser lógico, es una obligación jurídica. Esto implica ser generoso, comprensivo, mostrar empatía, facilitar las relaciones, no hablar mal del otro progenitor, pagar los alimentos y gastos necesarios y procurar una relación fluida para establecer los mismos criterios educativos en ambos hogares.
Si el adiós no puede ser para siempre, al menos que esto no nos haga infelices de por vida.