Mantener contacto con estudiantes de derecho y con los recién incorporados a la profesión resulta siempre muy gratificante. Hay un antes y un después de haber cursado la carrera de derecho, como suponemos que sucede en cualesquiera estudios que se cursen, pero es que en derecho sucede algo muy curioso.
El estudiante de primer año se adentra en el complejo mundo del derecho con una serie de ideas preconcebidas, producto de la imagen que de la legalidad se han ido encontrando hasta ese momento. Todo está por saber y, en el camino, las lagunas se tapan con una imagen idealizada de la justicia y del ejercicio profesional que poco tiene que ver con la realidad.
Y así las cosas, cuanto más aprende un estudiante de derecho, más cuenta se da de su error y atraviesa una etapa en la que, al venirse abajo sus fantasías, el futuro se presenta incierto y oscuro.
Afortunadamente la mayor parte supera este desconcierto y muchos incluso se recuperan con energías renovadas, entendiendo al fin que para poder adquirir conciencia crítica e incluso pensar en cambiar el sistema hay que aprender antes muchas cosas.
Cuando un alumno termina la carrera y consigue conservar su ilusión y sus ganas de cambiar el mundo, es una esperanza para todos. Quizás sean muy pocos los que consigan aportar su granito de arena, interviniendo en la política, en la judicatura, en el ejercicio de la abogacía. Ninguno por sí solo logrará los grandes cambios que se propone. Pero todos y cada uno de los pequeños intentos cuentan.
Nosotras pensamos que el sistema de administración de justicia que tenemos es mejorable y requiere cambios y ajustes continuos. Pero ni la maquinaria más perfecta funciona si aquellos que tienen que manejarla no saben manejarse a si mismos. Cada persona cuenta. La suma también.