Los efectos de la pandemia sanitaria también desvelan los problemas de una comarca y una región poco cohesionadas.
La capacidad de asombro de los algo más de cuarenta y siete millones de habitantes que tiene nuestro país promete ir en aumento y nadie se aventura a predecir cuándo o porqué motivos entraremos en una pausa. Llevábamos años observando cómo la clase política era incapaz de atender lo que era un ruego compartido por todo el mundo: que se pusiera de acuerdo en las cuestiones de Estado, esas que siempre deberían estar fuera del debate y de la pugna política, simplemente por tratarse de áreas que son las que forman el armazón de las sociedades modernas. La sanidad, la educación o la justicia tendrían que implicar a todo el arco político y provocar un amplísimo consenso. Vano intento: aquí no hemos sido capaces ni de dejar de utilizar las víctimas del terrorismo.
Pensábamos, de forma absolutamente ingenua, que la mayor pandemia sanitaria a la que estamos haciendo frente como el hecho más destacado de nuestras vidas –excepto, si se quiere, para el millón de personas que nacieron o cumplieron sus primeros años de vida al término de la Guerra Civil–, iba a conseguir, por fin, que toda la clase política se alineara detrás de la corriente científica, que es la única que debería imponer su criterio contra este virus.
Craso error de nuevo, la ingenuidad sí que no tiene límites cuando se trata de confiar en una clase política que ha decidido echarse en cara los miles de muertos, animados por algunos medios de comunicación metidos hasta las trancas en las trincheras y esa plaga de las redes sociales en las que, como sentenciaba Umberto Eco, «le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos rápidamente eran silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles».
Es lo que hay, sabiendo que las generalizaciones siempre son injustas por definición. El Gobierno central habrá podido equivocarse, ha tomado algunas decisiones que no han dejado de sorprender, pero sería igual de injusto no reconocer que se ha encontrado con un problema del que nadie sabía nada, en ningún país afectado, y que por otro lado nunca ha habido una protección social y económica mayor ante un desastre como éste tanto para los trabajadores como para los autónomos y empresarios. Nunca. Y ese logro tiene nombres y apellidos. Hasta ahora, la llamada oposición ni está ni se la espera a efectos prácticos.
Dicho esto, no queda otra que recriminar a toda la clase política por ese cainismo que impide llevar un poco de sosiego a una sociedad cada vez más asustada por el virus, por su mortalidad, pero también por las consecuencias futuras para millones de familias que lo que menos necesitan en este momento son los espectáculos diarios que nos ofrece minuto a minuto esta casta de gente de la política nacional cada día más encerrada en sí misma y en sus privilegios. Afortunadamente los responsables políticos regionales y locales hacen el esfuerzo de estar a pie de calle.
Desde el absoluto respeto a las medidas que se vienen adoptando –como lego en la materia, el mejor apoyo que uno puede aportar es el silencio–, podríamos hacer una pequeña reflexión sobre las consecuencias de seguir navegando de espaldas a nuestra realidad más cotidiana. Me refiero a ese cierre perimetral decidido por el Principado para los tres grandes núcleos de población. En el caso de Avilés, después de evitar que el cierre afectara al casco urbano y barrios y dejara fuera a las parroquias, previa petición de la alcaldesa, nos damos de bruces con el tiempo que hemos perdido –y estoy seguro que nunca lo vamos a recuperar– por no haber profundizado en la idea de comarca.
Y así, asistimos a hechos paradójicos como el de esas dos personas que vivan en la Avenida del Principado de Las Vegas y la Avenida de Santa Apolonia de Villalegre, que son la misma calle en concejos distintos, que no puedan verse estos días aunque vivan a cincuenta metros de distancia, ni ir a su peluquería de confianza, al veterinario o a echar la primitiva. Pero es que esas dos mismas personas pagan un IBI distinto, insisto, en la misma calle, hasta con el mismo valor catastral de sus edificios. O tienen un servicio de recogida de basura distinto, de limpieza, de jardinería, tasas… Becas para estudiantes distintas, para comprar material escolar, y hasta para ir a la piscina municipal. Por asfaltar la misma calle el Ayuntamiento de Avilés pagó a una empresa y el de Corvera a otra distinta…
Mil ejemplos, sin contar todo lo que se pierde por el camino de las oportunidades de poder optar a subvenciones europeas como un conglomerado comarcal unido de más de cien mil habitantes, o la capacidad de presión ante las Administraciones nacional y regional para poder aspirar a todo tipo de proyectos. Aquí, que no tenemos la suerte de otros territorios en donde hay toda una Administración a su servicio.
Mientras tanto, en esta región seguimos con las ‘peleas callejeras’, esas que nos gustan tanto, aunque el resultado final sea siempre el de empequeñecernos un poco más como sociedad. Pongo un ejemplo. De dos meses para acá, alguien desde el Ayuntamiento de Pola de Siero está empeñado –y cuenta con un periódico para ello– en abrir una especie de carrera en donde el único objetivo es ‘batir a Avilés’. El primer titular rezaba: «Pola de Siero va a ganar a Avilés en número de habitantes». El segundo, similar: «Pola de Siero va a contar ya con más empresas que Avilés». Lo importante no son los datos, sino la comparativa para ‘ganar’ a Avilés. Y todos tan felices. Saltando de campanario en campanario, a lo mejor en un siglo de estos nos enteramos de por dónde va el mundo y nuestros políticos abandonan sus trincheras y sus batallas y se dedican a perseguir el bien común, que es su obligación.
Publicado en La Voz de Avilés-El Comercio el 1 de noviembre de 2020