El Gobierno de Pedro Sánchez sigue sin explicar las consecuencias de una transición energética que puede ser letal para el Principado.
Si un congreso de panaderos se celebrara en un país en el que estuviera prohibido el consumo de pan todo el mundo resaltaría lo paradójico del caso. Algo parecido está sucediendo estos días en la Cumbre del Clima 2018 (COP24) que se desarrolla hasta el próximo día 14 en Katowice (Polonia), en lo que supone un chequeo a los Acuerdos de París de 2015 sobre el cambio climático, que fueron firmados por 195 estados y la Unión Europea con el objetivo de que la temperatura media global no supere los 2 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales, incluso limitarlo a solo 1,5. O eso o el desastre climático, como estamos observando ya casi de forma habitual en todos los rincones del planeta.
La hoja de ruta nos lleva a 2050, año en el que la descarbonización total de la economía debe ser un hecho. En el ‘tempo’, en el acompañamiento y en la profundidad de las medidas a adoptar reside el problema para países o regiones como Asturias en donde la industria es clave en su modelo económico. He ahí la encrucijada: si no se resuelve el problema medioambiental, cientos o miles de millones de personas padecerán directamente las consecuencias, pero si por el camino se queda el bienestar y hasta las libertades de las personas y se provoca una explosión social –ver la crisis de los chalecos amarillos en Francia–, cabe preguntarse cuál va a ser el futuro de nuestras democracias.
La ausencia total de una labor pedagógica por parte de los responsables políticos, que en el caso de España parecen obsesionados con presentarse como los campeones de la lucha contra el cambio climático, hace que la sociedad en general se muestre refractaria a unas medidas que, una vez más, amenazan con sustentarse sobre el esfuerzo de las clases medias y trabajadoras.
El presidente del Gobierno fue uno de los pocos mandatarios que acudió el día tres a la inauguración de la XXIV Cumbre del Clima de Katowice. Allí no estuvieron ni Macron ni Ángela Merkel, pero Pedro Sánchez expuso en un discurso de tres minutos –tres minutos de reloj– que España va a ser la abanderada del cambio hasta llegar a 2050, con una cita intermedia en 2030. Sánchez no aclaró ni el cómo ni con qué. Es decir, cómo va a ser la transición energética y cómo la va a financiar.
Primero, una aclaración de tipo general necesaria. Polonia, anfitriona de la cumbre, ya ha dicho por activa y por pasiva que rechaza las normas de la Unión Europea sobre el clima. Su discurso es fácil: su mix energético está basado en un 80% en el carbón, sector que emplea a 110.000 trabajadores. No necesita explicar nada más.
China, que ocupa el primer puesto del ranking mundial como emisor de CO2, no asume el Acuerdo de París. Donald Trump ya dijo lo que pensaba en la reciente reunión del G-20 celebrado en Buenos Aires, pese a que Estados Unidos se sitúa detrás de China con un 14 por ciento de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. El nuevo Brasil de Bolsonaro habla de una eventual salida del acuerdo. Rusia, Canadá y Japón no han firmado las enmiendas de Doha, la segunda parte del Protocolo de Kyoto que va de 2013 a 2020. Por supuesto, los bloques productores de los combustibles fósiles no quieren saber nada: Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Kuwait, Arabia Saudí y Omán. Finalmente, según el Instituto de Investigación Grantham y el Centro para la Economía y Política del Cambio Climático (CCCEP) sólo 16 países de los 195 firmantes cumplen el Acuerdo de París y sólo 58 tienen planes concretos de reducción, según se reveló en el análisis dado a conocer el pasado 29 de octubre.
Por lo tanto, a la vista de estos datos, no parece que la situación general de España invite precisamente a que el Gobierno se lance a encabezar una carrera que tiene que ser obligatoria, pero midiendo los tiempos, las consecuencias y hasta la financiación. Nada de eso ha explicado el presidente del Ejecutivo español, a la espera de que se apruebe la Ley del Cambio Climático. En sus tres minutos de discurso en Polonia avanzó que nuestro país será «pionero» en el diseño de una estrategia de transición justa que tenga en cuenta el impacto en zonas muy específicas, en particular en las comarcas mineras, mientras que a partir de 2020 España movilizará 900 millones de euros. En este sentido igual conviene recordar quiénes somos y cómo estamos: España llegó al tercer trimestre de 2018 con un endeudamiento neto del 98,3 por ciento del PIB, la deuda total del país supera con creces el billón de euros, en concreto 1.174.633 millones de euros, y la deuda per capita, lo que «debemos» cada español, asciende a 25.175 euros.
Y por otro lado, cuando en nuestro país se habla de nuevas cifras de gasto, la experiencia nos dice que sólo pueden conseguirse a través de dos vías: recortes en otras áreas –¿sanidad, educación, I+D, infraestructuras?– o nuevos impuestos, si es que la población española que contribuye tiene ya más capacidad para ello.
Habrá que esperar a esa labor de pedagogía que todavía no se ha iniciado, esa tarea educativa y de sensibilización que nos explique la necesidad de afrontar los retos del cambio climático, pero que a la vez nos diga cómo se va a hacer y cuáles van a ser sus costes en un país que en los últimos cuarenta años logró un salto cualitativo extraordinario, pero que en este momento no está para liderar un asunto tan complejo como éste. Y sobre todo si se tiene en cuenta la marcha atrás que acaba de dar Francia y la prudencia de Alemania, y nada digamos de Inglaterra.
Aquí lo único que sabemos de momento son los ‘avisos’ que viene haciendo desde el mes de agosto la ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera. Dicen sus críticos que cada vez que abre la boca sube el pan y baja la Bolsa. (Lo último han sido sus opiniones «personales» sobre la abolición de la tauromaquia y de la caza. Dos nuevos incendios).
En agosto nos dijo aquello de que «el diesel tiene los días contados», seguido de un anuncio de la subida de ese carburante, unos 6 céntimos de euro para igualarlo al precio de la gasolina. Resultado: desplome de matriculaciones de vehículos diesel, más de un 40 por ciento en noviembre en términos interanuales. Ribera dice que ese dato es «una buena señal para facilitar un proceso de adaptación rápido». No lo ve así Francisco Riberas, presidente de la multinacional española de componentes para el automóvil, Gestamp, un líder mundial, que acaba de asegurar en Actualidad Económica que echa en falta «sentido común» en torno al diesel y ha advertido de que «Europa y España se han pegado un tiro en el pie y el resto de fabricantes del mundo están encantados. Somos unos quijotes».
No se puede banalizar con un sector en el que España es octavo productor mundial, con casi tres millones de unidades el año pasado, con 17 factorías, fabricante de 43 modelos, 20 en exclusiva, 300.000 puestos de trabajo directos –con sueldos industriales, ahora hay que recordarlo siempre–, dos millones indirectos y 26.000 millones de euros de recaudación. En este momento salen a las carreteras españolas 18 millones de vehículos diesel, de los que 13 millones son turismos.
El caso de Asturias
Pedro Sánchez avanzó que habrá ‘compensaciones’ para las comarcas mineras afectadas por el proceso de descarbonización. El Gobierno ya firmó recientemente con los sindicatos un acuerdo que contempla para la reactivación de las comarcas mineras la cantidad de 250 millones de euros. Algunos hasta aplaudieron. Pero si la descarbonización supone el fin de la industria básica en este país, como parece ser defiende en privado la ministra Ribera, vayamos apuntando lo que se nos viene encima.
Por poner ejemplos mínimos, El Musel movió el año pasado 2,6 millones de toneladas de carbón siderúrgico y 6,7 millones de carbón térmico. El puerto de Avilés movió en el mismo periodo unas 750.000 toneladas de carbón, cok de petróleo y cok siderúrgico. Si el proceso iniciado supone la puesta en cuestión de los dos puertos de Asturias, mejor bajamos ya el telón. Mientras, los transportistas asturianos han soportado ya una subida del 16 por ciento del combustible y sólo el cierre de Alcoa supondría una pérdida de 4.000 millones de euros en el sector. Por otro lado, los aranceles impuestos por Trump llegan a Asturias en forma de productos chinos terminados. Al no poder introducir la chapa de acero directamente, optan por meter, por ejemplo, las torres eólicas listas para su entrega. No sólo hacen una competencia brutal a un líder mundial como la avilesina Windar Renovables, sino que provocan que el precio de la chapa gruesa quede en manos de productores como ArcelorMittal, una vez eliminada la competencia china que ayudaba a frenar los precios. Asturias es la comunidad más perjudicada por la decisión del Gobierno de reducir el número de paquetes de 40MW en la subasta de interrumpibilidad. Hace meses eliminaron los de 90MW para pasarlos a 40 y ahora deciden que haya menos opciones. Las grandes compañías electrointensivas, como ArcelorMittal, Asturiana de Zinc y Alcoa fruncen el ceño.
Demasiadas incógnitas y demasiada incertidumbre. Pero una cosa clara: una transición energética apresurada y sin contrapartidas fiables, sin contar con una política industrial integral, no a golpe de medidas para ir tapando ‘agujeros’, nos llevará en esta región a la crisis más profunda que jamás se haya soñado.
En Francia ya han concluido que el peligro en este momento es político y social más que climático. Pues bien, en base a todo lo expuesto, una reflexión final: los chalecos amarillos, como metáfora de una situación de crisis, ya son utilizados por los trabajadores de Alcoa desde el 17 de octubre, justo un mes antes de que se iniciara el movimiento de los ‘gilets jaunes’ en nuestro país vecino. Ojalá no sea premonitorio.
Publicado en El Comercio y La Voz de Avilés el día 9 de diciembre de 2018