Hace tres años el histórico Café Dindurra de Gijón cerró sus puertas. Hoy, afortunadamente, la Villa de Jovellanos recuperó un referente de la ciudad. Aquella noticia provocó este comentario que firmé el 23 de noviembre de 2013. No ha perdido actualidad.
Es una pena lo del Dindurra. Y lo de todos los Dindurra de todos los rincones de Asturias, por limitar un poco el espacio. Pero no sé si somos conscientes de que todos lloramos cuando ya no hay remedio. Lloramos por la panadería de al lado que ha cerrado, por aquel bar de gente tan maja, por la zapatería tan moderna, por la sastrería de toda la vida, por la tienda de comestibles de aquel matrimonio tan entrañable, por la imprenta multiservicios, por el periódico que hablaba de nuestra tierra, por la juguetería centenaria.
Lloramos por todos ellos, pero no nos remuerde la conciencia cuando compramos el pan congelado, zapatos italianos, coches alemanes, pedimos moet chandon y no cava, vamos de snobs y probamos vinos chilenos o chardonnay californiano; como en Asturias no hay quesos, elegimos ese azul francés que se extiende tan bien; el libro de Belén Esteban bate récords en tres días, pero ponemos el grito en el cielo por pagar 1,20 euros del periódico, que siempre era “nuestro periódico” el día que cerró; los espárragos, peruanos, no los de Rioja; cierra un cine y montamos una ong, pero el dueño dice que allí solo iba el taquillero. Y ahora cierra el Dindurra, todos los Dindurra, y lloramos y nos flagelamos. A lo mejor teníamos que haber ido más veces, tomar algo más que un café de hora y media mientras leíamos, de gratis, todos los periódicos que se ofrecían, y a lo mejor teníamos que pensar más en los nuestros, en lo nuestro, y dejar de llorar cuando ya no hay remedio. A lo mejor…