¿Qué se entiende por ganar un debate? La pregunta, por muy obvia que parezca, resulta, a mi modo de ver, pertinente. Porque, en este caso, no se trata de determinar quién ha estado mejor en sus argumentos, quién se comportó con más elegancia en sus intervenciones, quién fue más respetuoso con el idioma y con la verdad, incluso con la coherencia. No es eso exactamente, lo que se dirime para responder a ello es quién pudo haber convencido a más personas que, hasta la celebración de los dos debates consecutivos, aún no habían decidido su voto.

Tengo para mí que Pedro Sánchez no aprovechó bien los dos debates para dejar bien claro que no gobernó en coalición con los independentistas y con Bildu, sino que simplemente le dieron su voto en la moción de censura contra Rajoy. En el segundo debate, insistió mucho en que se había mentido al respecto, pero no fue capaz de plantearlo con convicción. Y, a decir verdad, no resultaba muy difícil de explicar, pero se quedó en el «no es no» y en el «nunca», o sea, en clichés.

Por su parte, entre las cosas más destacables del primer debate, estuvo el hecho de que Rivera ejerció como jefe de la oposición, orillando a un Pablo Casado que dejó en el perchero el radicalismo que vino luciendo en esta campaña electoral.

Y también hay que poner de manifiesto que Pablo Iglesias no esbozó el discurso que podía esperarse de su parte. Hizo llamadas continuas a la altura de miras y a la visión de Estado y, como hiciera en su momento Anguita, leyó los artículos más sociales de la Constitución. Las críticas a la vieja política y al llamado ‘régimen del 78’ también quedaron aparcadas.

El que más cambió entre uno y otro debate fue Pablo Casado, que estuvo mucho más expeditivo durante la noche del martes. Por un lado, estaban sus diatribas contra Sánchez, pero la artillería pesada se lanzó también para ver quién lideraba la derecha.

Por otra parte, también parece claro que el segundo debate fue aún más vocinglero y demagógico. Se diría que el hecho de que Sánchez y Rivera estuviesen juntos marcó mucho la discusión, desde el intercambio de ‘libros’, hasta las continuas interrupciones que hizo Rivera cuando Sánchez estaba en el uso de la palabra. El actual presidente perdió puntos cuando no contestó a las acusaciones que se hicieron a los EREs andaluces, se ve que, a pesar de todo, no es capaz de desmarcarse de episodios que pertenecen al pasado de su partido, algo que le perjudica claramente.

Y, en fin, si, en el primer debate Sánchez no le quiso contestar a Iglesias sobre posibles pactos con Ciudadanos, en la noche del martes, sin ser taxativo, sí se mostró más explícito al respecto, descartando tal hipótesis.

¿Hemos sacado algo importante en claro en los dos debates? Se diría que sí, en lo que se refiere a los dos bloques de derechas e izquierdas respectivamente. No sería descartable suponer que Rivera pudo arañar votantes a Casado, lo mismo que Iglesias a Sánchez.

Pero, claro, en ambos debates, no solo estuvo ausente Vox, tampoco tuvieron presencia las formaciones nacionalistas. Ausencias, de algún modo, fantasmagóricas.

Dos fantasmas recorren el cuerpo electoral español: primero, el de la ultraderecha que, de ser necesaria, para una mayoría a la andaluza, exigirá contrapartidas que pueden dar miedo. Segundo, el de las formaciones separatistas, que pueden ahuyentar el voto a quienes teman que las susodichas lleguen a tener influencia en las mayorías que puedan conformarse.

Debates vocingleros y con fantasmas. Debates con sorpresas. Debates en los que la cultura solo estuvo presente cuando se les pidió a los intervinientes que hablaran al respecto.

Dos debates, el segundo fue peor que el primero. ¿En qué medida pudieron decidir votos? ¿Quiénes salieron beneficiados?

Desde luego, la dialéctica y la retórica no triunfaron.