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Pilar Arnaldo

Desde La Pontecastru

BENDICIONES MÚLTIPLES

La fiesta cristiana del Domingo de Ramos gozaba, en estos pueblo del Suroccidente, de una trascendencia especial. Esa mezcla de religiosidad y superstición que caracteriza nuestra cultura campesina tenía, en estas fechas, uno de sus máximos exponentes con la bendición de los ramos, el agua y el pan y su utilización como ahuyentadores de males y protectores de la casa campesina.
Se comenzaba con la bendición de los ramos. Acudía la gente de los pueblos a la iglesia o capilla respectiva cargada con buenos manojos de laurel florido. Era necesaria una gran cantidad de ellos pues luego había que repartirlos por toda la casería. Para los niños se preparaba un ramo especial adornado con cintas de colores y caramelos, rosquillas –de aquellas que se vendían por las ferias- o cualquier otra golosina, cosidos a las hojas. Se remataba con una naranja clavada en la picota. El orgullo y la alegría con que aquellos niños de antaño portaban este ramo cargado de golosinas que luego, una vez celebrada la misa y bendecido por el cura, se comerían, es difícil de explicar desde la perspectiva de la época actual. Pero había otro motivo que hacía del día ramos una fecha realmente especial: la costumbre de estrenar ropa. En unos tiempos en los que lucir vestido nuevo no era algo frecuente, se esperaba esa fecha con verdadera ilusión. La responsabilidad de que los miembros de la familia lucieran impecables, especialmente los niños y las jóvenes, recaía -una vez más- en la mujer de la casa, que se daba buenas sesiones de costura para cumplir con la tradición. No quedaba más remedio, si no quería aparecer a ojos de la vecindad como una inútil. Ya lo dejaba bien claro el refrán: “La que nun estrena en ramos/ ye que nun tien manos”.
Pero las bendiciones no se acababan aquí. Durante la semana santa, el jueves, conocido como día de las tinieblas, además de tocar carracas y dar palos en el suelo de la iglesia, se bendecía el agua. Iban los parroquianos con recipientes llenos, se echaba en la pila y el cura la consagraba. Luego se recogía y se guardaba en casa. Con ella mojaban ramas de laurel y las arrojaban en cada tierra recitando el siguiente conjuro : “Marchai sapos, ratos y toda la munición/ qu´ehí vos vei l´agua bendita y el ramu de la pasión”. También se bendecían todos los animales, cuadras, hórreos, aperos de labranza y, por supuesto, la vivienda familiar.
Finalmente, el sábado, le tocaba el turno al pan. De nuevo a la iglesia con las fogazas a bendecir. Después, comía un trozo cada miembro de la familia y se daba también uno a cada uno de los animales domésticos.
Así quedaba todo santificado y protegido de enfermedades, accidentes, plagas, o cualquier contratiempo. En la casa campesina tradicional, personas, animales y propiedades formaban una unidad indisoluble y de todo ello se cuidaba con celo y diligencia. Y si la protección venía de las altas instancias divinas, mejor que mejor.

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Sobre el autor

Pilar Arnaldo, escritora y profesora de Lengua castellana y Literatura. Como columnista publico mis artículos en El Comercio sobre mundo rural, Suroccidente de Asturias y cultura tradicional


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