Las cosas buenas que a veces te asaltan de improviso son a menudo las mejores. Las planeadas buenas tienen otro gusto, se paladean más, tienen más carga de satisfacción por el éxito cuando llega. Pero las primeras, ésas que no te esperas ni por asomo vienen con el irresistible poder de la coincidencia, la gracia divina del destino, el por qué me habrá pasado a mí.
No sé que hice en su día para merecerlo, tal vez aquel cumplido de más por conveniencia, o ese otro secreto que nunca conté, tal vez fue la sonrisa a la señora que se me coló en la tienda; no lo sé exactamente como digo pero algo debió merecer la atención de algún hado despistado que tuvo a bien recompensarme con un Ojodepez.
Ojodepez se terminó aunque apunta a persistir a la antigua, dudamos si sobre papel y con tinta o esculpido en trozos de lo que fuera el muro de Berlín. Las andanzas del ñoño tendrán pues en ese marco su continuación, y aquí en el desván, como siempre, su reflejo.
Ojodepez se terminó y algo empieza con su mismo nombre y renovado espíritu. Los ratos felices que he pasado con el viejo amigo no se paga con rublos, ni con yenes, ni con oro bruñido al sol. Porque aún hay buenos momentos que son inalcanzables para el materialismo, que sólo los pondera el recuerdo, que sólo los engrandece el tiempo pasado.
Ojodepez termina, algo empieza. Que lo disfruten.