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Alejandro Carantoña

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Un país flotante

Francia empezaba a merecerse que algo le saliera bien, después del año y medio largo que lleva sufriendo. Francia va a poder disfrutar, seis años después de su elección como sede, de la Eurocopa de fútbol: un bálsamo inopinado frente a la barbarie. Pero en lugar de enviarnos efluvios positivos, en este momento Francia sigue viviendo su faceta más turbia: la de un país paranoico, psicótico, fragmentado e incluso hostil. El Gobierno anda ensimismado en demostrar que tiene francotiradores de sobra para abatir a cualquier amenaza ante su competición de fútbol (hasta hoy hemos visto más fusiles de asalto que entrenamientos) y en poner en pie su particular reforma laboral, con medio país en pie de guerra.

Además,, una pequeña anécdota de esta semana, a pocos días de que empiece la competición futbolística del resurgir, los ha devuelto a a nuestra atención. Discretamente, como quien no quiere la cosa y mientras que ellos se arrean, el museo del Louvre ha empezado a sumergirse. O a flotar. El de Orsay, también.

Al parecer, hace ya trece años que alguien reparó en lo cerca que el Louvre está del Sena, y que por tanto no estaría de más crear un plan de evacuación de las obras del museo en caso de inundación. Así lo hicieron: se creó un plan, se le pusieron siglas (PPRI: Plan de Prevención de Riesgos de Inundación), se entrenó a un montón de personal y se inició la construcción de una nueva sede en Pas-De-Calais que usar como refugio para las obras. El problema de todo esto es que estará lista para 2018. El Sena, por su lado, ha decidido crecerse este fin de semana.

El viernes, el museo estaba cerrado. El plan, de momento, consiste en trasladar los fondos en riesgo de inmersión a la primera y a la segunda plantas, y parece que no va a salir bien: la responsable de prensa del museo, Sophie Grange, declaraba inquietante a Le Monde: «Hemos hecho todo lo posible para retrasar la llegada del agua y para evacuar el mayor número de obras.» Las autoridades estiman que hoy podría producirse la inundación y que, mientras que en el de Orsay quizás lleguen a tiempo, en el caso del Louvre es prácticamente imposible.

Es la primera vez que es necesario mover las obras desde la Segunda Guerra Mundial. En el fragor de la batalla, cabría esperar que el arte tuviese muchos enemigos, que el Louvre contase con los más avanzados sistemas de seguridad. Pero no que, ante una crecida de un río que está a escasos metros, no tuviese mucho más previsto que fregonas y gente corriendo escaleras arriba.

Viene a darse una circunstancia parecida en el otro extremo del mundo, allí donde parece que se van a celebrar unos Juegos Olímpicos: Brasil se ha preparado para el advenimiento Olímpico y un pequeño mosquito amenaza con arruinarle los planes. Ni un gobierno corrupto y desacreditado, ni ninguna crisis económica. Nada, nada sino un virus mortal que ha llevado a la Organización Mundial de la Salud a decir que no pasa nada (ay…) y, por tanto, a deportistas como Pau Gasol a preguntarse si efectivamente merece la pena.

En ambos casos, parece que la naturaleza no ha hecho mucho más que su trabajo: existir. Nosotros aquí, entretenidos en amenazas terroristas y grandes petroleras, en contar escaños y preparar urnas, en centrar las eventualidades en todo lo que los otros pueden hacer… sin pensar en lo que el mundo, sin más y sin ayuda, puede provocar. Por si nos apetece seguir discutiendo.

Este artículo apareció publicado originalmente en la edición impresa de El Comercio del 5 de junio de 2016.

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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