Este artículo podría tratar sobre el doble rasero que se aplicó en Gijón a la hora de lamentar el veto a Albert Pla cuando se canceló su actuación en la ciudad por decir que le daba asco ser español, por un lado, y a la hora de celebrar idénticas medidas cuando se evitó la actuación de Jorge Cremades por machista, hace pocas semanas. De denostar alguno de ambos actos de censura, a lo mejor alguien propondría que la violencia machista es una lacra que no se debe fomentar y que Pla, por su lado, se pasó de la raya; a lo peor, que quien esto escribe es un machista sin remedio o un antiespañol, según la opción elegida. No tratará sobre eso: no correré ninguno de los dos riesgos.
También podría poner el grito en el cielo por los peligros para con la libertad de expresión que supone la condena reciente al cantante César Strawberry por bromear con el terrorismo en una red social, o por el contrario, podría lamentar la no menos reciente absolución de los titiriteros madrileños por pasarse de la raya, por jugar con el fuego del terrorismo ahora que parece apagado. En el primer caso unos podrían tildarme de apologeta; en el segundo, de fascista. No tratará sobre eso: no correré ninguno de los dos riesgos.
Hace poco, Lorena Maldonado le preguntó a Darío Adanti, uno de los fundadores de la irreverente revista Mongolia, si haría chistes sobre Mahoma. Claro, dijo. Pero advirtió que nunca lo dibujaría ni, mucho menos, lo pondría en la portada de la revista. ¿Por respeto al islam? No: «No quiero morir». Concretamente, hablaba de «miedo».
El sentimiento que mueve a cada vez más gente a dejar de decir según qué cosas en según qué sitios no es tan extremo, pero el hecho es que los mueve a dejar de hacer cosas. Eso se llama «autocensura». Ni siquiera es importante el fondo o el porqué; es que se ha instalado la cándida idea de que lo no dicho, lo no oído, lo no visto ha dejado de existir. La realidad, sin embargo, es que todo lo callado se enquista, y en lugar de solucionarse, se agrava: ni debería ser un acto de valentía expresar una opinión, un parecer o incluso una secuencia de hechos, ni debería ser un acto de cobardía callarlos. Pero paulatinamente callar es cada vez más cómodo, más recomendable, menos malo.
Uno escribe, compone o sube vídeos a internet con el fin de agradar cierto número de personas. Los opinadores (en especial los agitadores), suelen buscar el respaldo de unos y, como atajo hacia el estrellato, la inquina de otros tantos. Atrás, lejos, quedaron los valores de la serenidad, la persuasión o el debate; en su lugar, se ha convertido este circo en un sitio de etiquetas peligrosas y de bandos necesarios (o conmigo o contra mí).
Los mayores damnificados por esta tendencia no son ni nuestra sufrida Constitución ni quienes sufren censura de cualquier tipo a toro pasado: son todas aquellas voces que se están viendo abocadas a callar por miedo (ahora sí: miedo) a ser linchadas socialmente, a perder su trabajo o incluso a ser condenadas; son todas aquellas voces que creen que las cosas solo se pueden decir con absoluta contundencia, sin sombra de duda, arropadas por una gran masa en previsión de la tormenta que a continuación se desatará.
Si a todo ello se suma la ligereza con que se adjudican carnés o se arrogan verdades, queda un estrechísimo margen para seguir charlando. Y perder eso, la mera charla, sí es un riesgo notable.