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Alejandro Carantoña

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Entidad y verso

Al poeta Adam Zagajewski le preguntaron hace dos años si le daba miedo internet, en mitad de una conversación sobre el silencio, la poesía, la infancia, el recuerdo y el fin del comunismo. Y dijo con cierta delicadeza que no, no, pero que procuraba no prestar atención a los comentarios que siguen a los artículos de los periódicos por lo «primitivos y brutales» que son algunos.

En efecto esta semana, al saberse que le habían concedido el Premio Princesa de las Letras 2017, el diario ABC publicó dos inéditos de Zagajewski: Santiago de Compostela, el primero de ellos, empieza así: «Una fina llovizna, como si el Atlántico/ hiciera examen de conciencia/ Noviembre ya ha dejado de fingir». En el campo de comentarios solo hay uno: «Vaya poeta de m…», un intercambio que viene a sustanciar la afirmación del autor de un solo vistazo.

Tiene, desde que Pre-Textos lo editó en español en 2003, un sitio cada vez más celebrado entre los lectores de poesía y ensayo —gracias sobre todo al gusto y mimo de Acantilado, su editorial habitual en España—, y seguro que el Premio sirve para expandir el número: acaba de aparecer en esa editorial un librito suyo para releer a Rilke, que seguro que sirve de puerta de acceso al poeta como lo hiciera, en su día y en la misma editorial, el de Stefan Zweig sobre los Ensayos de Montaigne.

Pero las voces como la suya son mucho más difíciles de «vender» en los tiempos que corren que las de los novelistas, o a lo mejor de los articulistas de prensa. Por eso los Premios Princesa de las Letras no acostumbran a recaer en poetas, pero también por eso aquel lector o lectriz, quienquiera que dejó el comentario al pie del inédito, encontró a su paso el texto, lo miró por encima y aún buscó tiempo para grabar su opinión en la posteridad.

Ese proceder, exactamente esa prisa y esa necesidad de valorar lo escrito (al margen del contenido, fondo o posición política de Zagajewski) se encuentra en las antípodas de su forma de hacer: los poetas como él, preocupados por la tradición y ocupados en la transparencia conceptual, suponen la última defensa ante la corrupción del lenguaje y el imperio de las prisas. Incluso a pesar de la insalvable distancia que media entre el español y el polaco, no hay verso que no tenga entidad, peso, que no valga la pena volver a leer al menos una vez. Las palabras tienen un nuevo cuerpo, igual que la peregrina ante la piedra de ese Santiago de Compostela.

Zagajewski insiste mucho, más con humildad que con pompa, en que toda esa poesía no surge del trabajo industrioso del que presumen tantos autores contemporáneos, sino de un don que se tiene o no se tiene para mirar alrededor. Añade que lo importante es «hacer algo» con ese don, y no dejarlo quieto, pero a fin de cuentas coloca el foco en una forma de mirar y no en una forma de producir adquirida.

Esto lo acerca mucho a los autores trascendentes, institucionales y «globales»: por algo vivió de niño la muerte de Stalin, el exilio le permitió palpar Europa entera y ahora conquista las Américas. Al tiempo, lo aleja del ruido en el que vivimos inmersos, y propone unas formas de escritura y de lectura de las que casi nadie se preocupa. Está dispuesto, en definitiva, a subvertir al lector y a cambiarlo no desde la posición del ideólogo inflamado que era en su juventud, sino desde una propuesta (tomar la realidad, y la palabra, y detenerse sobre ellas) que no tiene nada que ver con las velocidades y concesiones a las que nos estamos acostumbrando. Darle un Nobel parece fácil; y un Princesa, también.

Aunque hay algo de valiente, de silenciosamente combativo, en todo ello: en apostar por la entidad, el contrapeso necesario a la urgencia.

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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