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Alejandro Carantoña

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Charlie y la fábrica de egos

Hace una semana que Rafa Nadal ganó Roland Garros. En estos días, como es habitual cuando obtiene un triunfo, se le han elogiado profusamente los méritos deportivos, pero sobre todo se ha repetido un adjetivo que le lleva acompañando desde que inició su carrera, desde que lo auparon al olimpo de la gente buena: es «humilde». Es algo que en el deporte manda: el prepotente, o el chulo, acabará zarandeado por la desgracia. Algo tiene de sospechoso. Y lo mismo ocurre con los autores, cineastas y artistas: ya no solo se les exige ser buenos, sino ser simpáticos.

Viene esto al hilo de un cómic muy reciente, muy bueno y muy conmovedor: acaba de editar en España Impedimenta La levedad, que es el relato de Catherine Meurisse sobre la masacre de Charlie Hebdo.
El éxito que está obteniendo no reside en su simpatía, precisamente (Meurisse, entre otras cosas, se despacha con el buenismo que siguió a la masacre); sino en el hecho de que ella se durmiese aquella mañana de enero y, así, se transformase en una suculenta y heroica figura. Aquí cuenta cómo huyó de los focos, cómo luchó para que ni su nombre ni el de sus colegas fallecidos se convirtiese en un subproducto de consumo masivo. Cómo tuvo que aferrarse, en efecto, a un ego monstruoso para poder seguir adelante y mantenerse fiel a lo que hasta entonces habían sido.

«¿Para qué destrozar?», se pregunta ante una estatua del foro romano. «¿Para qué decapitar si el tiempo ya se encarga de hacerlo de un modo más hermoso?» Le responde el fantasma de Stendhal, con las manos cruzadas en la espalda: «Probablemente el arrojo se relaciona con la vanidad, el deseo de que hablen de uno.»

Precisamente Stendhal, que fue cónsul en Roma, es alguien que legó ingentes cantidades de buena literatura: allí tradujo libérrimamente las Crónicas italianas y produjo los monumentales Paseos por Roma. Dos ejercicios a los que, vistos hoy, se les podrían haber colgado con enorme facilidad los sambenitos de ególatras y narcisistas: el primero, por haber profanado las esencias de unos textos que encontró y remozó con el fin de mejorarlos a su antojo; el segundo, por contener mucho más de él que del entorno. A Meurisse le sucede lo mismo: que no entiende por qué todo el mundo, inmediatamente después del atentado, espera de ella que se sienta de un modo determinado, que diga ciertas cosas, que exhiba emociones que le son completamente ajenas. Que se transforme, en fin, en el personaje simpático en el que toda la sociedad necesita creer: al no hacerlo (como así sucedió), la compasión para con ella y sus colegas se fue diluyendo hasta dejarlos solos de nuevo.

La nómina es larga. A Juan Goytisolo le han hecho un juicio para la historia desde que hace unos días trascendiese cómo vivió y murió sus últimos años, y por tanto se diese bula para dejar de hablar de su obra. Lo mismo a Andrés Trapiello por su trabajo sobre el Quijote, y tantos y tantos otros ejemplos en los que la condena por ego o vanidad ha conllevado el olvido para la obra.

Esta incapacidad para deslindar lo uno de lo otro es evidente en el mundo del deporte, de la política, de la cultura en general: lo bien o lo mal que caen los artistas, amén de las envidias que despiertan, nos están privando de ver el bosque. Ojalá no suceda eso con Meurisse, la última de todos ellos. Quizás ella no merezca el aplauso, pero a fe que su obra es imprescindible.

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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