La próxima vez que veamos al Rey hablar, salvo desgracia, imprevisto o cataclismo, va a ser en un escenario, el del Teatro Campoamor. Será lo inmediatamente siguiente a su comparecencia de la semana pasada, dedo enhiesto de reproche y rabia, y por tanto será la primera vez que Felipe VI oficie como entregador de premios en mitad de un huracán.
Quizás alguien hubiera previsto que, como es habitual, los Premios fuesen a efectos políticos una suerte de megacóctel, un cordial y solemne encuentro anual en el que llevarse bien, saludarse, y preguntar qué tal va todo: quizás lo esperable era que en el desfile del jueves pasado el asunto catalán ya hubiese escampado, y que en la fiesta de Oviedo de esta semana pudiesen felicitarse de lo lejos que quedaba la crisis. No parece que vaya a ser así.
Si los Premios se han caracterizado por algo es por una placidez institucional a prueba de manifestaciones, por ejemplo: no hay crítica, crisis o pitada a las puertas del teatro capaz de quebrar la serenidad de la Fundación, para exasperación de sus detractores. Lo mismo ocurre con el Rey y con la Corona. Pero también es cierto que nunca se ha dado —ni siquiera en lo más álgido de la crisis económica— que hubiese una convulsión política e institucional como la presente, que sin duda hace imposible mirar para otro lado.
Esto, que no es inherentemente bueno o malo, sí conlleva que al menos el tradicional discurso del monarca en la ceremonia vaya a tener que tratar sobre el tema preferido de España estas semanas, y que habrá una cantidad extraordinaria de ojos puesta en sus alusiones y mensajes velados. Al mismo tiempo, se dará la circunstancia de que entre los premiados esté la Unión Europea, y de que Adam Zagajewski, un poeta con una o dos cosas que decir sobre el concepto de patria y de nación, recoja el galardón de las Letras.
Conque todo se va a convertir un semillero de titulares jugosos, pero en un contexto que se apetece cultural (y no político o institucional). Es una buena oportunidad, habida cuenta de la abundancia de actividades programadas, para que se abra un espacio de reflexión sobre tantas y tan variadas cosas como las que nos llevan preocupando un mes, si no más, y sobre todo lo que nos queda por delante: esta vez, no hay escapatoria, no hay corrección institucional ni balsa de aceite posible ante lo que sucede, y por lo tanto es de esperar que los Premios crezcan un poco más, que se empapen de actualidad y que, ora de manera excepcional, ora como inauguración de una nueva etapa, asuman un papel más destacado en el debate público.
El primer salto en este sentido se produjo hace pocos años, cuando la Fundación instauró la costumbre de preñar de actividades la región para que todo el mundo pudiese ver, tocar, escuchar a su premiado favorito, y así procurar sacudirse el elitismo. Ahora llega el siguiente, que es gestionar la condición de altavoz de los Premios, y no solo de la Corona, y dotarlos del empaque cultural, de la multiplicación de voces (incluso, o sobre todo, de las discrepantes), para que de Asturias pueda salir algo, un mensaje, una imagen, lo que sea. Algo definido y concreto, que seduzca y ayude a que el debate se mueva en alguna dirección y que esta ceremonia, que adorna la ciudad y entretiene a algunos, funcione también para resolver problemas y moderar las discusiones (y empujarlas, promoverlas). ¿No es eso para lo que sirve la cultura que premian?