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Alejandro Carantoña

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Los públicos notorios

Cuentan que lo vivido este fin de semana en los Teatros del Canal fue irrepetible: el director belga Jan Fabre traía a Madrid su comentado espectáculo Mount Olympus, que entrevera treinta y tres tragedias griegas, dura veinticuatro horas y contiene toda clase de prácticas sexuales, de esas que siguen asustando e incitando titulares ruborizados. Cualquiera de los tres ganchos sería bastante, pero si se le suma lo limitado del aforo (ochocientas plazas agotadas hace meses), lo heroico de la proeza y lo inevitable de la polémica —o de las ganas de encontrarla, en fin— estaba garantizada la talla de acontecimiento desde hacía tiempo.

Mount Olympus, de Jan Fabre

Ahora bien, lo más llamativo ha sido que, desde el sofá de casa y entre la tarde del viernes y la del sábado ha sido posible seguirlo, y no precisamente por que se estuviese retransmitiendo en directo: es que no hubo un solo espectador que no nos deleitase con su llegada, estancia y partida en las redes sociales.

Muy especialmente las celebridades del mundillo actoral y teatral de la villa y corte, que anticipándose a alguna crítica deslizaron, en sus mensajes, no solo elogios sino excusas para abandonar el barco antes de tiempo. Del resto se encargaron los entusiastas cronistas teatrales: allí estaban todos.

El caso es que Fabre —lo había advertido el jueves— pretende con esta pieza llevar al espectador al trance, sumirlo en la duermevela y someterlo, por tanto, a un recorrido similar al de sus actores. Y se pregunta uno qué trance es posible, qué trascendencia absoluta, si existe la total libertad para ir a tomarse un cruasán durante la función o a lo peor contarle por WhatsApp al vecino qué tal va el partido. Al parecer, hubo muy pocos que se dejaran caer en los brazos de Fabre sin miramientos, sin red.

Decían que era una locura presentar un espectáculo de estas proporciones, que Fabre era un loco aventurero; pero lo cierto es que lo rompedor hubiese sido pedir al respetable que prestase atención durante el tiempo que duraba el invento: pedirles que se despojasen de sus teléfonos durante la representación. Eso sí que no se ha atrevido a hacerlo nadie.

Porque este hito ha coincidido con la gira de Daniel Barenboim por España, quien allá a donde ha ido —empezando por Oviedo— no ha tenido empacho en reñir a su público por las continuas y tísicas toses. En Barcelona, incluso, se fue durante un momento a recuperar la concentración.

Esto ha provocado muchas reacciones, muy variadas: el director y clavecinista Aarón Zapico se ha manifestado públicamente en contra de que los intérpretes hagan este tipo de aspavientos; la actriz Clara Sanchís Mira, por su lado, dedicó esta semana en La Vanguardia una carta al espectador del caramelo estruendoso. (No precisamente amable.)

Los ejemplos son interminables y el acuerdo, imposible. Siempre hay alguien en algún sitio que estorba al resto por su estatura, movimientos, ruidos o esfínteres; incluso (y muy especialmente) a los propios intérpretes, que merecen un respeto mínimo, un decoro y etiqueta básicos que se les supone (y casualmente observan sin falta) quienes han pagado una entrada para ver un espectáculo.

Sucede que suelen montar los guirigays los invitados o viandantes o, mejor dicho, quienes montan los guirigays suelen ser invitados y viandantes: es decir, el problema no solo es de educación colectiva, de respeto y de sensibilidad, sino de refalfio y desinterés.

Contaban quienes vieron a Barenboim que había, en el auditorio, un número insólito de gente que no sabía ni a lo que iba; y en Mount Olympus, visto lo visto, a lo mejor el aliciente era, tristemente, otro. Que no era el teatro.

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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