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Alejandro Carantoña

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Escribir con corbata

La gente que escribe con corbata es sospechosa. O mejor, casi ningún escritor que no sea sospechoso lo hace con corbata: es algo más estadístico y visceral que científico, es un noséqué de desconfianza que nace de la imagen del opinador (que son los que más usan tan estupenda prenda) sentado en su trono, rodeado de periódicos y dando forma a sus columnas en almuerzos de alto nivel y escuetas cuartillas que aspiran a regir el devenir del mundo.

La corbata es uno de los peores enemigos de la escritura —y lo dice un fan acérrimo, uno de los que nunca acaba con ella en la cabeza cuando toca usarla: la adoro—, probablemente porque la corbata es la significación de cierta elegancia, en estos tiempos en los que su uso diario está en declive, y porque, así, la corbata implica algo totalmente opuesto a lo que debería ser la escritura: algo desordenado y caótico (como decía Leonard Cohen: «Lo tiro todo encima de la mesa y voy haciendo que emerja un orden, con muchísimo esfuerzo»), algo muscular, íntimo, algo trabajoso.

Viene esto al caso de que Mario Vargas Llosa, perdón, el nobel peruano, es de los que siempre escribe con corbata, se nota. Y no es que no deje de ser un enorme escritor y fiel retratista de su tiempo, pero ¿cuál no será la sorpresa del respetable que hace pocas semanas lo aplaudía en el Teatro Español de Madrid o que busca su guía intelectual en las páginas dominicales de la prensa nacional cuando se lo topa, el pasado miércoles, en la portada de una revista del corazón acompañado de Isabel Preysler?

La primera sorprendida fue su mujer, Patricia, que se apresuró a emitir un comunicado en el que pedía que se respetase su intimidad; luego, vinimos todos los demás: Mario Vargas Llosa, perdón, el nobel peruano, tiene aparentemente un affaire con la socialité por excelencia, con la que se dejó fotografiar y —según ha trascendido— se encontró en un acto en Buckingham Palace (¡en Buckingham Palace!) para luego mantener, juntos y solos, un almuerzo en un restaurante de Madrid.

Mientras que todo este sainete se desarrollaba con luz y taquígrafos, nos enterábamos también de que Leonardo Padura era el nuevo Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015, para alegría de los amantes de la novela negra y creyentes en el poder que aún conserva la literatura de altos vuelos.

Pero para angustia colectiva, de Padura no sabemos qué ha desayunado ayer por la mañana, con quién comparte su tiempo o su vida. Ni siquiera sabemos dónde, o cuándo, ha estado casado: tenemos que vivir con la frustración de no conocer la ciudad y el momento en que va a celebrar sus veinte, treinta o cincuenta años de casado.

De Padura solo sabemos que ha escrito un buen puñado de libros dignos de ser tenidos en cuenta, que le gusta más la conversación que otra cosa y que, dentro de mucho tiempo, será recordado por muchas cosas, pero especialmente por haber diseccionado su Cuba durante un tiempo que ya no volverá. De Padura sabemos, como escribió, que como no es Paul Auster —que como americano solo está obligado a hablar de Letras— todos le piden un análisis pormenorizado de la geoestrategia castrista y un mordisco de la situación de su país, como si llevase corbata. De Padura sabemos todo eso, y no sabemos mucho más. De Padura sabemos que es de los que escribe sin corbata: Que seguramente sea un tipo de fiar.

[Este artículo apareció publicado originalmente en la edición impresa de El Comercio del día 14 de junio de 2015.]

Sobre el autor

Letras, compases y buenos alimentos para una mirada puntual y distinta sobre lo que ocurre en Asturias, en España y en el mundo. Colaboro con El Comercio desde 2008 con artículos, reportajes y crónicas.


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