Ya hay suficiente gente que ha leído Berta Isla, la nueva novela de Javier Marías, como para saber que valía la pena comprarla y leerla. Yo lo hice el viernes, después de haber paseado por un extenso artículo, el enésimo quizás, que cargaba contra las posturas que el autor defiende en sus columnas dominicales, de lo más comentado y tumultuoso de los fines de semana.
Al emprender la lectura de Berta Isla, a las pocas páginas, ya se atisba una forma de escribir que poco o nada tiene que ver con los consabidos ritmos del columnismo. Ni siquiera se adivina mucha vocación de ir a explicarnos nada que no sea una historia, un relato.
No obstante, en la ronda de actos de promoción de este libro, Marías no solo no ha procurado hablar más de literatura que de actualidad, sino que ha entrado con todo a la batalla. Con naturalidad, sí, pero es posible que también con unas ganas traviesas de hurgar donde tanto molesta a algunos indignados profesionales.
La novela tiene un aspecto fantástico, escarpado, arduo y bastante extenso. Pero transpira, desde el primer párrafo, literatura: y como bien señalaba un colega esta misma semana, es un error garrafal confundir las posturas del Marías columnista con las del Marías autor —que no deja de ser su auténtico oficio—. Calculaba este amigo que poca gente de la que le zurra por lo uno le leerá lo otro, y que eso es una lástima porque no deja de ser un escritor monumental. Que la ideología y la opinión lo aparten es, en efecto, una pena.
Sin embargo, en ese barrizal en el que se está convirtiendo la opinión se percibe cada vez más urgencia y menos cuidado: si bien a Marías se le supone altura literaria porque no tiene Internet —y se entiende que se distrae menos en tonterías— y porque tiene muchas tablas, a sus detractores más jóvenes y virulentos (sobre todo a la que me refiero, la del principio, la del artículo interminable) se les nota demasiado la falta de cuidado, de amor por la escritura y de mimo en los textos. Sin entrar a su fondo: no estamos hablando de trufar los artículos de erratas o de carecer de recursos expresivos; estamos hablando de no saber poner las comas en su sitio y de separar, sistemáticamente, sujeto de predicado.
Así se consuma la paradoja de que de un autor innegablemente bueno, como es Marías, se diga que ha escrito un artículo «malo» o «abominable» por su fondo, mientras que de aquellos que le responden sin ton ni son, pero con tino ideológico, se pueda decir que son «fantásticos» y «buenísimos».
Así va muriendo la literatura o la van matando, en la medida en que el rasero para consumir textos tiene cada vez menos que ver con su calidad y más con los postulados de quien esto o aquello firma. Buena parte de la culpa la tienen las prisas, pero no cabe duda de que también cargan con alguna responsabilidad los autores que, como Marías, andan metiéndose en camisas de once varas no sin criterio, pero sí en menoscabo de la pura literatura.
Hay otro amigo escritor, buenísimo, que hace tiempo decidió no dar su opinión si no era en sus novelas. Autocensura, dirá alguno; libertad, contesta él, para que nada le empañe la vista al lector: no tiene ninguna necesidad de hacer proselitismo, de cargar contra nadie, de imponer su visión del mundo. Solo tiene ganas de escribir lo mejor posible. Lo demás, ya está probado, es accesorio. Innecesario, incluso.