Todo el mundo sabe que no tienen la misma credibilidad las predicciones astronómicas que las astrológicas. Con la ecología, en cambio, no sucede lo mismo. Nos referimos por igual a la ciencia, importantísima para la supervivencia de la especie humana, donde cada día se descubren nuevos hechos y se cuestionan viejas teorías, que a ciertos tipos de “ecologismo” sectario donde los conocimientos se sustituyen por artículos de fe y las dudas son pecado mortal. Por ello, los que estudian el equilibrio natural para comprenderlo y preservarlo y los que pretenden conservar un mundo ideal que sólo existe en su imaginación se confunden bajo la misma etiqueta. Y como el conocimiento y el estudio no son valores que cuenten mucho para ascender en política, casi todos los “ecologistas” que dictan las leyes pertenecen al segundo tipo y confunden “proteger del abuso” con “prohibir el uso”.
Cada prado y cada bosque de nuestro privilegiado paisaje son fruto de la interacción del hombre con su entorno. Sin embargo, nuestro “ecológicos” mandamases creen que conservar es evitar que nadie toque ni un arbusto. Los paisanos son tratados como ocupas en las tierras de sus antepasados e intrusos sospechosos en el paisaje que ayudaron a forjar. Los bosques que plantaron sus abuelos y las casas que levantaron sus padres son suyos sólo de nombre y para pagar impuestos. Para cualquier otra cosa que quieran hacer han de pedir permiso y pasar más trámites y pagar más tasas que para abrir una discoteca en los bajos de un hospital. Y no hablemos de una pareja joven que quiera hacerse una casa en el pueblo. Mas sencillo y barato les saldría hacer un chalet en primera línea de playa. Con estas premisas, no puede extrañarnos que los pueblos queden abandonados y que nuestro equilibrio ecológico, privado de la mano que lo ha modelado, se pierda irremisiblemente.