Otro septiembre, otro curso, otra nueva ley. En más de tres décadas de enseñanza nunca he visto una nueva ley que no empeorara lo anterior. Es lo que pasa por tener que tragar vinos creados por alérgicos a los derivados de la uva. Gente a la que salen sarpullidos sólo con pensar en enfrentarse a una clase de adolescentes se dedican a explicarnos a los que llevamos toda la vida haciéndolo cómo tenemos que tratarlos. El resultado es una mezcla de demagogia, ignorancia y de esa prepotencia que caracteriza a los que se dedican a dar consejos sabiendo que nunca van a tener que ponerlos en práctica. Nuestra consejera decía hace poco que no hay que permitir que ni un solo alumno fracase. Y tiene razón. El problema es que a la mayoría de los que diseñan las medidas para que esto no ocurra les temblarían las piernas si les pusieran a ese alumno delante y les dejaran solos.
Otro septiembre, otro curso, nuevos problemas. Siempre he pensado que la administración hace milagros: Vas a ellos con un problema y vuelves con cinco. El Colegio de Obanca tenía problemas de patios cubiertos y aulas antiguas. Ahora siguen teniéndolos, pero les parecen pequeños comparados con los que se han encontrado. No hay que preocuparse, los maestros tienen un montón de experiencia en solucionar líos montados por otros. Saldrán adelante les cueste lo que les cueste. Adelante, claro, hasta que toque colgarse medallas; entonces los mandarán atrás y nadie se acordará de ellos.
Otro septiembre, otro curso, viejas sensaciones. Cada año empiezan menos alumnos y el futuro que les espera se vislumbra más oscuro. Sin embargo unos y otros se empeñan en convencerlos de que todo se consigue sin esfuerzo y de que tienen todos los derechos imaginables. Todos (pero esto no se dice) hasta que terminen y entren en el mercado laboral. A partir de ahí ya no tendrán ninguno.