En panorama político tan deprimente como el actual, la aparición de Nicolás ha sido la única nota divertida. Ahora que “la casta” es vituperada en todas partes, él quería formar parte de ella. Quería su coche oficial, su tarjeta oficiosa y sus sobornos extraoficiales. ¿Acaso es eso tan extraño? ¿Cuántos nicolases hay en este país esperando una ocasión semejante? Y, después de todo, ¿por qué no? ¿Acaso toda esa caterva de asesores, consejeros y liberados que nos rodea y nos asfixia es mejor que nuestro Nicolás? ¿Acaso los asesores saben algo para poder asesorar? ¿Acaso los consejeros dan consejos que no lleven a la ruina? ¿Acaso los liberados hacen algo distinto de cobrar por el pelotilleo y la lealtad perruna? ¿Cuántos cargos locales, autonómicos o nacionales pueden presumir de un currículo mínimamente decente anterior a su entrada en política? Y, si a pesar de ello están todos ahí gozando de privilegios sin cuento, ¿por qué otros no?
Nicolás tenía todo lo necesario para ser un político triunfador: desvergüenza, desprecio por las normas, habilidad para hacer la pelota, facilidad para engañar y voluntad de trepar pasando por encima de lo que fuese. Pero también tenía prisa y eso fue lo que lo perdió. Para llegar arriba con veintipocos años hay que ser hijo de la casta. De lo contrario, tienes que recorrer lentamente todo el escalafón desde las juventudes del partido, repartiendo por el camino un buen montón de puñaladas y esquivando muchas más. Careciendo de apellidos y de antigüedad, la cosa no podía durar. Podía, sí, pedir maletines como ellos, pero no podía luego otorgar contratos. Podía alquilar cochazos y guardaespaldas, pero no, cargarlos a la cuenta de la autonomía. Podía organizar fiestas suntuosas, pero no, pagarlas con la tarjeta de la Caja. Podría perfectamente haber sido uno de ellos, pero fue demasiado listo y ambicioso para no destacar entre tanto mediocre.