Allá por 1970 la Administración española estaba excesivamente centralizada. Era necesario repartir competencias y flexibilizar su funcionamiento. Por desgracia, en vez de reorganizarla de una manera más razonable, lo que se hizo fue trocearla en porciones más digeribles y así autonomías, diputaciones y ayuntamientos se repartieron el pastel, convirtiéndose en otros tantos comederos destinados al engorde de unos cuantos. Si hasta ahora sólo han salido a la luz unas pocas decenas de ejemplos de este “banquete”, es debido a que se han limitado a darle unos tironcitos a la manta (quizás porque los que tiran ocultan también sus vergüenzas debajo). Si alguien de afuera le diera un algún día buen tirón, aparecerían muchos otros miles.
Por supuesto, esta fragmentación caótica llevo a que los ayuntamientos pequeños hubieran de asumir costes desproporcionados por servicios que, por su propia naturaleza, sólo son económicamente viables cuando pasan de cierto número de usuarios. Así que, por una vez, alguien tuvo una idea sensata y propuso que los ayuntamientos se agruparan en mancomunidades para prestar estos servicios. Y como esta solución era tan evidente y sencilla, funcionó durante un tiempo y podría haber sido el germen de un organismo mayor y más funcional.
Pero claro, estamos en las manos que estamos y lo que tendría que haber sido un lugar de colaboración y un nexo de unión para esta castigada comarca se convirtió en un juguete de patio de colegio, con los niños peleándose por él y tirando uno para cada lado hasta que rompió. Los damnificados por la rabieta, trabajadores y usuarios, quedaron en el aire, los culpables se marcharon tan orondos, echándose la culpa unos a otros, y nosotros quedamos aquí para pagar por el perjuicio económico y social causado. Ahora se reúnen para extenderle el certificado de defunción y poder así enterrarla en el cementerio de las buenas ideas asesinadas por el egoísmo y la incompetencia. RIP.