Hace poco hubo una manifestación de ganaderos cerca de la sede del Principado. Se quejaban los convocantes de que les habían amenazado con graves multas si llevaban allí sus reses, pero yo lo comprendo. Lo hacen para proteger a las vacas, que son seres sensibles e inocentes y lo único que pueden aprender en estos sitios son maldades. Además, los señoritos quieren los filetes a la plancha y la leche en tetrabric. Los animales que no van regularmente a la peluquería despiden un olor que resulta ofensivo para la delicada nariz de sus señorías, tan ofensivo como resultan sus dueños cuando no quieren conformarse con jalear discursos demagógicos y promesas electoralistas. Se quejaban también los convocantes de que se había recurrido a toda clase de trucos sucios para reducir la participación. La verdad es que algunos ganaderos son aún más inocentes que sus vacas. Falta poco tiempo de unas elecciones en las que, por primera vez en décadas, muchos señoritos corren el peligro de tener que volver con la plebe; les montan un follón que les puede costar los fieles votos rurales y aún esperan que jueguen limpio. Pero, almas cándidas, esta gente va al paro y no sale de allí en la vida; que nunca han pegado un palo al agua. Y no es que se hayan distinguido por su honestidad o sus escrúpulos, pero ahora menos. Cualquiera que intente escapárseles por la banda recibirá plantillazos al tobillo como mínimo y que no se le ocurra quejarse al árbitro porque le sacará tarjeta a él.
Se preguntarán de qué otras cosas se quejaban los ganaderos. Pues de un montón de ellas: de leyes injustas, de normas ridículas de obligaciones gravosas sin contrapartida; de que, en fin, sólo se cuente con ellos para pagar, votar y callar y se les considere siempre como presuntos delincuentes que deben ser eliminados a base de multas. Otro día les cuento más.