Una de esas tardes ociosas de final de verano en las que los pies se vuelven inquietos y te impulsan a pisar el monte (si eres deportista) o el acelerador (si no lo eres), salí con el coche desde Celón en dirección a San Martín y Prada, para retornar por Cereceda y Tamuño a Riovena. Es una ruta preciosa que no transitaba desde hace mucho y, por ello, me ha resultado aleccionador observar como han evolucionado las cosas. Porque los cambios paulatinos que te pasan desapercibidos en el día a día destacan cuando los ves de golpe.
Note que el paisaje se ha vuelto más agreste. Las tierras de labor que un día se agolparon en las laderas han quedado reducidas a su mínima expresión y los prados mas empinados han ido degenerando en matorral o, plantados de árboles, se han incorporado al bosque. Muchos de los caminos que se entrecruzaban como venas uniéndolo todo con el corazón, que era el pueblo, se han vuelto intransitables y terminarán desapareciendo.
Este abandono, sin embargo, no afecta por igual a los núcleos habitados. Acá y allá, las casas se yerguen orgullosas luciendo tejados nuevos y fachadas remozadas. Pero es sólo apariencia. Ni las risas de los niños ni las tertulias de los mayores rompen el silencio casi fantasmagórico de los pueblos. Sólo el sonido lejano de algún tractor delata actividad. Cada vez son menos las casas ocupadas todo el año y muy poca gente joven vive en ellas. Recuerdo el tiempo en el que los cultivos dieron paso a los pastos. Ahora, pocas ganaderías quedan en cada pueblo. La mayoría de nosotros trabajamos fuera y nos hemos convertido en visitantes esporádicos, turistas de nuestra infancia que cada verano se reúnen para saborear en su memoria las cerezas robadas de árboles tiempo ha desaparecidos. Los que nacimos aquí conservaremos siempre la casa y los recuerdos, porque las raíces que se echan en la tierra son muy profundas, pero lo que pasará con la siguiente generación es una incógnita.