Las cosas artesanales tienen indudables ventajas. La leña traída del monte, por ejemplo, es uno de los combustibles más eficaces porque te calienta cuando la tronzas, cuando la transportas, cuando la partes y cuando la quemas. Lo mismo sucede con el vino de Cangas, producto artesanal que no sólo calienta el cuerpo y el alma, sino que sirve, además, como inmejorable elemento de cohesión social que, en todas sus etapas, aglutina a la gente en torno suyo.
El vino es trabajo comunitario. En nuestra montañosa comarca, la mayoría de las tareas han de realizarse a mano. Por ello, sería imposible atender una extensión viable de viñas con unos costes razonables sin la colaboración desinteresada de familiares y amigos. Cuando toca cavar o podar, siempre hay alguien que echa una mano. Pero el momento en que más se aprecia esta unión es durante la vendimia. Aquí, el número de participantes se cuenta por decenas. De hecho, suelen hacerse en fin de semana para permitir que acuda todo el mundo, algunos desde bastante lejos. No diré que es una pura diversión, porque acarrear todo el día “goxos” llenos de uvas por las empinadas laderas le saca el óxido a cualquiera, pero el ambiente de camaradería, la alegría que se respira y, por supuesto, la “folixa” que se espera al final de la jornada hacen el esfuerzo más llevadero.
El vino es sabiduría compartida. Dondequiera que dos viticultores se reúnan, ya posean una sola parra o una gran bodega, se habla de tiempos y de modos, de innovaciones y de tradiciones, de experimentos y de experiencias. No hay cultura menos egoísta ni gente más dispuesta a ayudar a los demás que ésta. El gran avance en calidad que el vino de Cangas experimentó en pocos años no hubiera podido lograrse sin esta unión. Una unión a la que nos sumamos el resto de los habitante de esta comarca, como promotores, embajadores de sus excelencias y, desde luego, como consumidores, pero eso lo dejaremos para otro día.