Bromeaba el otro día sobre los efectos del calentamiento global en el clima político sin imaginar que un efecto mucho más letal estaba a punto de manifestarse en toda su crudeza. La combinación de una larga sequía otoñal, un fuerte viento y grandes dosis de locura y maldad convirtió a los montes asturianos en un infierno en llamas. En estas circunstancias, cualquiera que inicia un fuego es un auténtico terrorista y como tal debería ser tratado. No hay justificación posible para un acto que destruye nuestro patrimonio común, deja a familias en la calle y, frecuentemente, acaba costando vidas, como ha sucedido en este caso.
Ahora bien, no debemos permitir que esta condena absoluta nos impida buscar más allá para determinar cómo los incendios han podido alcanzar semejante magnitud. Algo debe fallar en la planificación de nuestra política de montes para que tal cosa suceda y ese algo debe ser identificado y subsanado antes de que el problema se vuelva crónico. Nuestro patrimonio natural no puede ser abandonado como un rehén indefenso en manos de locos y canallas.
Deberíamos, por ejemplo, dejar de buscar el beneficio rápido y empezar a pensar a largo plazo. Durante los últimos años, se ha subvencionado la plantación de pinos y, como consecuencia, ahora somos mucho más vulnerables. En cambio, los castañedos, hayedos o robledales, que forman auténticas barreras contra el fuego, están en recesión. Es hora de cambiar esto. Por otro lado, los responsables políticos y técnicos y los ecologistas de fin de semana deberían dejar de considerarse depositarios de la verdad absoluta y de tratar a los habitantes del medio rural como intrusos en el paraíso. No lo somos, somos sus legítimos dueños y sus guardianes. Nosotros lo hemos creado y conservado y, al pretender ahora arrebatárnoslo, lo están destruyendo. El monte, que era una importante fuente de recursos, es ahora fuente de problemas y conflictos. Sigue siendo nuestro, quizás, pero sólo en el registro; en las leyes, es totalmente ajeno. Es hora de cambiar eso también.