Los humanos también sentimos el mismo atávico impulso que empuja a los salmones a emprender un épico viaje contracorriente para que sus hijos vean la luz a la sombra de las mismas montañas que los vieron nacer a ellos. Nosotros también seguimos la orilla de los ríos a contracorriente, hacia arriba en el espacio, hacia atrás en el tiempo, para que nuestros hijos puedan jugar en las mismas callejas que oyeron nuestros primeros pasos. No importa lo lejos que nos haya llevado la vida ni lo rutilantes que brillen las luces de la ciudad, los que nacimos en un pueblo siempre sentiremos el impulso de volver y la añoranza de las noches estrelladas.
Hay, sin embargo, algo amargo en estos retornos. Son muchas más las ocasiones en que acudimos a acompañar en el dolor de una pérdida que a compartir la alegría de una llegada. Cada vez es menor la lista de presentes y mayor la de añoranzas. Cada vez son menos los hilillos de humo que confirman que el corazón del hogar sigue encendido y más las casas que sueñan con los ojos cerrados. Hay una especie en inminente peligro de extinción en esta zona y somos nosotros.
Nuestros antepasados modelaron estas montañas tan profundamente como la lluvia o el viento, tan profundamente como estas montañas los modelaron a ellos. Añoramos nuestra tierra desde la lejanía, pero también ella nos añora a nosotros. No puede sobrevivir sin nuestra mano amiga. Lo vemos en los árboles enfermos y en los prados cubiertos de matorrales. Los que, en nombre de una pretendida “conservación”, ponen trabas innecesarias a las iniciativas de los vecinos favorecen el despoblamiento y destruyen lo que dicen defender. Buen ejemplo de esto son las gentes de Moal, unidas en una piña para conservar vivo su pueblo organizando la carrera Puerta de Muniellos y la Administración poniendo todo tipo de obstáculos. Deberían premiarlos ya como Pueblo Ejemplar y, en vez de ello, los persiguen para proteger a unos urogallos que sólo existen en Oviedo. Es completamente absurdo.