En sus paseos primaverales tropezará con trocitos de tierra donde las plantas forman en filas y columnas con precisión militar. Jardines mínimos, sí, pero que en nada desmerecen a su pariente de Versalles. Aunque no lo sepa, tiene ante usted un montón de esfuerzos y desvelos, de ilusiones y de amarguras. Está contemplando tardes enteras de frotarse el lumbago y noches enteras de rascarse la cabeza. Está usted, en resumen, ante una huerta asturiana y merece ser observada con respeto y admiración.
La naturaleza de nuestros valles no da sus frutos a cualquiera y no tolera a perezosos ni pusilánimes. Por abundantes que sean las lluvias, por fértil que sea la tierra, siempre exige un riego suplementario de sudor y un buen abonado a base de “cucho”. Y son ambas cosas arduas de conseguir; el sudor, porque hemos dejado atrás la edad y la costumbre; el “cucho”, porque es un subproducto de las explotaciones ganaderas y cada vez quedan menos en los pueblos.
A algunos la pasión hortícola no nos ha acompañado desde la cuna. Nos ha sobrevenido tardíamente, a raíz de la retirada de la anterior generación, y nos ha traído muchas experiencias y algunas frustraciones. Porque puede que el resultado sea muy bonito, pero el proceso no lo es tanto. La postura de cavar, por ejemplo, destroza todas las bisagras. Por otro lado, siempre hay un montón de de hierbajos intrusos que pretenden medrar con nuestro abono y que hay que eliminar, lo que requiere una gran concentración para evitar confusiones y para no causar más daño con los pies que beneficio con las manos. En caso de duda, una pregunta rápida evita problemas; en caso de accidente fatal, un enterramiento rápido evita broncas. Y luego tenemos un ejército de bichejos que se autoinvitan al banquete, cada uno de los cuales debe ser combatido con armas y tácticas diferentes. Es una labor ingrata e interminable, así que la próxima vez que oiga a alguien presumir de sus hermosas lechugas, sea comprensivo y no se ría.