Por fin se ha completado la única verdadera transición que ha habido en este país. Y no me refiero al paso de la dictadura a la democracia. Para esa aún nos faltan décadas, eso suponiendo (contra todo pronóstico) que algún día pongamos de verdad manos a la obra en ello. Me refiero a la deriva del PSOE desde la izquierda marxista hasta la derecha pura y dura. Cuarenta años tardó la generación de Felipe González en conseguirlo, pero ya está. Ya pueden integrarse en el PP sin que se note la menor diferencia entre unos y otros.
El final de este proceso ha sido un auténtico homenaje a uno de los clásicos de la “otra Transición”: el 23F. Los días previos estuvieron llenos de ruido de sables, apelaciones al bien de la patria y a la identidad del partido (“¿Antes roto que rojo?”) y continuas referencias al viejo general (éste, el Sr. González, demasiado presente en cuerpo aún). Toda una coreografía para prepararnos para el golpe de mano, el “todo el mundo al suelo”, el “pronto llegará para hacerse cargo la autoridad competente, no la de los militantes, por supuesto”. ¡Cuántos recuerdos! Entonces éramos jóvenes y tontos. Ahora ya no somos jóvenes.
A partir de este momento, se emplearán a fondo en los medios de comunicación que han ido tomando (casi todos) para que la gente (especialmente, los militantes del partido socialista) acepten comulgar con una rueda de molino del tamaño de un portaaviones: lo mejor para el PSOE y para España es que gobierne el Sr. Rajoy. Nunca, iluso de mi, esperé oír a un dirigente del partido que fundara Pablo Iglesias decir esto. Por supuesto, explicarán que es inevitable (no sé por qué), que abstenerse no es apoyar (no veo la diferencia) y hablarán de negociaciones (repartos, más bien). Nos dirán que traguemos, que es por nuestro bien, pero cada vez nos duele más la garganta. Pobre PSOE, nacido del amor de un Pablo rojo y enterrado por el temor a otro Pablo rojo.