Soy afortunado usuario de uno de los últimos chigres de pueblo que van quedando y tengo que decir (sin dármelas de experto) que las referencias al tema en diccionarios y wikipedias son poco explicativas y parciales. Algunos lo definen como “establecimiento donde se venden bebidas”, que es como decir que un huerto es un lugar donde se plantan berzas; es eso y muchísimo más. Otros se empeñan en decir que es un sitio donde se vende sidra, lo que demuestra una vez más el ostracismo al que se ve sometido nuestro occidente vinícola por parte del centro-oriente sidrero. Más atinados están, curiosamente, los que hacen referencia a su significado marinero: “especie de torno con una cabeza que da vueltas y sirve para arrastrar cosas”. Yo he arrastrado allí miles de veces jugando al tute y alguna que otra vez (no miles) me ha dado vueltas la cabeza.
Un chigre es un lugar donde se venden bebidas, zapatillas y latas de sardinas, pero es más que eso, mucho más. Es, junto con la iglesia, lo que convierte un pueblo en una pequeña capital capaz de satisfacer las necesidades del cuerpo y el alma: un lugar donde pecar y un lugar donde arrepentirse. Aquí, donde cada casa es un pequeño reino, es una ONU, un lugar neutral donde negociar tratos y dirimir diferencias. Habrá habido riñas de chigre, sin duda, pero con mayor frecuencia el efecto anestésico del alcohol y el ambiente de camaradería propiciado por el calorcito combinado del vino y la estufa han conseguido cicatrizar muchas heridas que, de otro modo, podrían haber acabado gangrenando la convivencia vecinal.
Mi recuerdo de las largas y oscuras noches invernales no sería tan cálido sin todas aquellas partidas en las que desafiné y todas aquellas canciones en la que cometí renunció. Mi visión del mundo y mi conocimiento de costumbres, tradiciones y leyendas no serían iguales sin todas aquellas veladas en las que compartí barra y tertulia con mis mayores. No puedo (no quiero) imaginar mi pueblo sin su chigre.