Además de los cuatro estados típicos de la materia existe un quinto, el festivo, en el que objetos cotidianos como una bolsa de la compra llena de botellas adquieren propiedades que nos dejan perplejos. Está, en circunstancias normales, resultaría bastante pesada y, si la acarreásemos desde el supermercado, llegaríamos a casa rogando para que no se rompiese y con el brazo agotado de aguantarla. Pero, cuando esa bolsa de la compra pasa al estado festivo (llamado también estado botellón) las leyes de la física dejan de rezar para ella. Sigue llena, pero ya no pesa nada. Cualquier crío enclenque es capaz de transportarla kilómetros de lado a lado de la villa sin fatigarse. Ahora bien, conforme el líquido se va agotando, la bolsa va, paradójicamente, pesando cada vez más y, cuando se acaba del todo, se vuelve tan pesada que entre todos los del grupo no son capaces de levantarla para llevarla al contenedor que está a doscientos metros.
Se sonreirá, pero la mayoría de nosotros hemos experimentado alguna vez ese estado festivo. Recuerde su último vaso de plástico con caipiriña. Iba por la calle bailando con él lleno y no lo notaba en la mano. Pero fue terminarse y empezar a molestarle, a sentir un peso incómodo que le impedía moverse con libertad. Miró alrededor: ningún contenedor, las papeleras llenas, una jardinera allá lejos. Tuvo que hacer un considerable esfuerzo para llegarse a ella a posar el vaso en vez de dejarlo en el suelo. No había sido el único en sentir este misterioso incremento de peso de los vasos vacíos; junto al suyo había muchos más. Por eso, cuando paso al lado del macetón de madrugada, las florecillas parecían sonreírle con afecto y, acercando el oído, podía escuchar sus vocecitas entonando la de “Cangas, mi Cangas….”. Por eso también, para evitar los problemas de alcoholismo entre la flora urbana, conviene instalar los contenedores más próximos en zonas festivas, porque las distancias que un humano normal puede recorrer con un recipiente de licor vacío son limitadas.