Para escribir opinión tienes que informarte sobre la actualidad y, aunque tomes la precaución de distanciarte un poquito y colocarte a barlovento, el tufo que despiden algunas noticias te deja asqueado y con mal sabor de boca. El otro día, por ejemplo, me encontré en El Comercio con un excelente reportaje sobre la investigación que destapó la trama del comisario Villarejo. Leí todos los desvelos y sacrificios que ese pequeño grupo de policías hubo de asumir, todos los obstáculos y traiciones a los que hubo de enfrentarse para desenmascarar a alguien que parecía estar por encima de la ley; luego vi que el único reconocimiento que recibieron por su trabajo fue el ninguneo, la persecución y la degradación profesional y no pude evitar sentir nauseas.

Te quedas con la duda de si realmente vivimos en un estado de derecho o en una copia en cartón-piedra del mismo, de si la ley es en verdad igual para todos o hay una casta de intocables por encima de ella. No puedes dejar de preguntarte qué hará el próximo policía que se encuentre con un caso de corrupción de este tipo, sabiendo lo que les pasó a sus compañeros. ¿Creemos que intentará alcanzar la santidad a través del martirio o que mirará para otro lado? ¿Qué haríamos nosotros en su lugar? ¿Qué hacemos, de hecho, nosotros en nuestro lugar para evitar que estas cosas sucedan? ¿Botar de una vez a los que las hacen o seguir votándolos? Nos llenamos la boca hablando de víctimas y olvidamos de aquellos valientes que están siendo machacados por haberse atrevido a luchar contra la corrupción.

Tenemos una democracia de tan baja calidad que casi es un abuso del término llamarla así y nos rasgamos las vestiduras cuando la gente vota a partidos no demasiado democráticos. La Historia tiende a seguir una trayectoria pendular: los años de vino y rosas, la corrupción, la crisis, el desencanto, el auge de los nacionalismos y los totalitarismos. No les parece oír a Marlene Dietrich cantando “Wie einst Lili Marleen”.