Una noche, hace tiempo, me senté delante de la tele e intenté distraerme viendo un conocido programa de telebasura. Cuando recobré el control de mí mismo, tenía el mando en la mano y estaba a punto de lanzarlo contra la pantalla. Me sorprendí bastante, porque no soy proclive a la violencia, sé cuál es el botón de apagar y lo mal que llevan estos aparatejos los impactos fuertes. Fui al médico y, tras varias pruebas, me diagnosticó una alergia severa a este tipo de programas y me los prohibió totalmente. Desde entonces he mejorado mucho. Puedo pasarme una velada entera delante del televisor (apagado) sin sentir impulsos destructivos. Puedo ver un concurso de esos amañados que proliferan ahora sin indignarme demasiado. Puedo, incluso, ver un ratito de noticias de esas amañadas a gusto del cliente y apagar civilizadamente cuando noto que el cabreo empieza a superarme. Pero los programas del “corazón” me siguen sentando como una patada dos cuartas más abajo y los “realities”…aarrgggg.
He aprendido a vivir con ese trastorno. Dispongo de espacios libres de tele en casa y cascos y libros para protegerme en los demás; en los bares, me basta con sentarme de espaldas, la protección contra en sonido está asegurada por el entorno. Hay otro efecto, sin embargo, más complicado de superar y es el enorme agujero que esto causa en mi cultura general. Frecuentemente, en conversaciones, escucho nombres que todo el mundo reconoce menos yo, sucesos de todos conocidos de los que no tengo ni la más remota idea o frases y citas que jamás había oído ni leído. ¿Qué más da que sepa quiénes fueron los científicos nominados para el Nobel si no sé quiénes son los “hermanos” nominados? ¿Qué importa que haya analizado todas las grandes batallas de la Reconquista si no sé quién se peleó con quién en directo y por qué? ¿De qué me sirve haber leído las obras completas de Borges si no he oído la última gracieta de Jorge? Soy un completo ignorante y eso me preocupa.