En abril de 2017, un grupo de allandeses tuvieron la amabilidad de compartir conmigo su estudio sobre la población real del concejo, contada núcleo a núcleo y casa a casa. El resultado era desolador. A raíz de aquello, publique una serie de tres artículos, intentando llamar la atención sobre el problema y señalando el camino por donde deberían llegar las soluciones. Ahora, en vísperas de las elecciones, todo el mundo empieza a hablar del tema. Proliferan las manifestaciones, debates y sesudos estudios. Quizás sirvan para algo o quizás llegue junio y los nuevos gobernantes, calentitos en sus sillones, aparquen el asunto otros cuatro años.

Por si acaso, repetiré alguna de las ideas que entonces expuse. Porque el problema es realmente acuciante. En una década las zonas rurales habrán perdido bastante más de la mitad de sus habitantes. Si no se pone remedio, una población envejecida y los jóvenes emigrando en busca de trabajo y de mejores condiciones de vida nos abocarán a ello. No valen palabras vacías ni paños calientes; hacen falta medidas drásticas y voluntad y dinero para llevarlas a término. Nada de eso nos han ofrecido los que estaban hasta ahora, nada de eso consigo detectar en los que vienen.

Lo primero sería dejarnos vivir aquí. La cantidad de normas y leyes creadas exclusivamente para tocarnos las narices es tan impresionante que, más que intentar que nos quedemos, parece que quieran echarnos. Lo segundo sería cerrar la brecha digital, no es de recibo que pueblos como el mío carezcan de cobertura de móvil y sea imposible conseguir una línea de fijo. La Administración no debería permitir que las compañías de telefonía abusen de su posición de poder. Lo tercero sería lograr que los jóvenes se quedasen, ayudándoles a encontrar un futuro aquí. Para ello, se deberían crear programas que empezasen en la escuela, enseñarlos a valorar su comarca y las oportunidades que ofrece y darles después ayuda y asesoramiento para que las aprovechen. Esto sería sólo el principio, evidentemente, pero sería un buen principio.