No sé ustedes, pero yo empiezo a estar más que harto oír hablar todo el día del “problema catalán”. Y no es que no crea que en Cataluña tengan un problema. Al contrario, estoy seguro de que tienen gran cantidad de ellos, la mayoría, compartidos con Asturias, Andalucía y el resto de España. Es más, estoy seguro de que, si arreglásemos primero algunos de esos problemas comunes como la incompetencia de “nuestros” políticos, la corrupción galopante, la creciente demagogia y la menguante cultura, “su” otro problema particular sería mucho más sencillo de resolver.
De momento, las propuestas de solución oscilan entre dos métodos que, con éxito dispar, fueron probados recientemente en situaciones más o menos similares. Por un lado, tenemos el sistema serbio, basado en el “palo y tente tieso” y utilizado en la crisis de los Balcanes y, por otro, tenemos el sistema canadiense, basado en el diálogo y el respeto democrático y utilizado en la crisis de Quebec. Creo que todos recordamos cómo acabaron uno y otro y es muy probable que aquellos ciudadanos que no sienten sed de sangre prefieran el segundo. Los partidos políticos, en cambio, parecen oscilar entre uno y otro en función de las expectativas de voto.
Por otro lado, dialogar no sólo requiere voluntad; hace falta, además, una mente abierta para poder escuchar realmente al otro y tener algo constructivo que decir para poder exponerlo honestamente. Si una de las condiciones falla, no habrá diálogo, sino monólogo. Si fallan las dos, sólo habrá intercambio de insultos. Y no estoy nada seguro de que, aun buscando con un candil, encontremos suficientes políticos honestos, de mente abierta y con algo constructivo que decir como para completar una mesa de negociación.
De momento y a falta de argumentos, aquí se dedican a hacer demagogia con Franco y allí, con Companys; iconos ambos, precisamente, de un tiempo en que la demagogia trajo el odio y el odio, la barbarie. ¡Dejemos en paz los muertos antiguos y concentrémonos en evitar tener que acabar enterrando muertos recientes!