Según se acercaban las fechas navideñas, notaba que faltaba algo y no sabía qué. No podía ser el Belén; en España ya lo tenemos montado desde hace meses. De hecho, es el mismo del año pasado con algunos cambios menores de figuritas por puro desgaste. Si algún pero hay que ponerle es que cada vez hay más burros y menos bueyes, más borregos y menos pastores, más estrellas y menos luz.

No era el muérdago, que es un vegetal parásito, cosas ambas de las que, juntas o por separado, España es un gran productor. No era el árbol, que ahora se ha reemplazado por una especie de conazo (un cono grande, ¡ojo!) que es mucho más ecológico; si por ecológico se entiende quemar un montón de carbón para obtener el metal que lo compone y otro montón de energía para mover las máquinas que le dan forma. Ni comparación con las tradicionales ramas cortadas de los pinos que, como todos sabemos, son árboles escasos y de regeneración lenta.

No eran los anuncios de perfumes ni el turrón ni los tipos disfrazados con traje y gorro rojos y barriga postiza, que se dedican a convencer a los niños de que compren juguetes que ni necesitan ni les convienen. De todo ello había por doquier en abundancia y también cenas de empresa previas, precios inflados en pescados y mariscos y preparativos para pitanzas de familiares y amigos. Tenía que ser algo más sutil.

Al final lo descubrí por casualidad. Estaba en un bar, alguien cambió el canal de la tele y apareció una de esas tertulias gritonas tan habituales ahora. Oyendo todos aquellos insultos, descalificaciones y mensajes de odio, se me encendió la lucecita. Lo que echaba en falta era el Espíritu Navideño. Ampliemos el lema: “¡Paz en la tierra a las personas de buena voluntad y el resto que se vayan al cuerno!”. ¡No permitamos que nos impidan disfrutar durante estos días de todas esas personas y cosas que nos hacen felices y que añoramos el resto del año!