Año de divorcios territoriales y políticos, empezando por el Brexit. Y no es que los ingleses hayan sido nunca especialmente europeístas; más bien, por el contrario, han sido compañeros de viaje peculiares y bastante veleidosos. Pero este abandono rompe la tendencia continua de la Unión Europea a crecer e integrarse cada vez más que había sido una constante desde su fundación. Si esto supondrá un punto de inflexión o sólo un contratiempo transitorio, sólo el tiempo podrá decirlo.
Por supuesto, su abandono los abocará a la subordinación frente a los Estados Unidos y su papel internacional se reducirá a esperar que éstos hablen para decir: “Y nosotros también”. Por incómodo que fuese negociar políticas entre iguales con sus socios europeo, dudo que agachar la cabeza como lacayos les vaya a gustar más. Es comprensible, en cambio, la alegría de Rusia a la que un desmembramiento de la Unión Europea permitiría recuperar el terreno perdido. En cuanto a Trump, como no es ruso (creo), es difícil saber por qué se alegra. Tal vez lo descubramos durante el “impeachment”.
Otro lugar donde se ha hablado mucho de divorcio ha sido en Cataluña. Este caso es aún más complicado de entender. Los ingleses siempre han sido ingleses, pero los catalanes siempre han sido españoles. De hecho, han sido una parte importante de este país y tenido un papel relevante en todas sus vicisitudes desde que existe.
Sin retrotraernos demasiado, participaron en la redacción de la Constitución (que ahora algunos denostan), otorgaron mayorías y condicionaron las decisiones de los sucesivos gobiernos en mucha mayor medida de lo que correspondería a su población. Y, a pesar de ello, hay muchos que piensan que el resto de los españoles somos los culpables de sus males y no al revés. Hay que estudiar la historia con unas gafas muy especiales para llegar a esa conclusión.
Me pregunto en qué brazos irían a arrojarse si consiguiesen la independencia. Putin estaría encantado de debilitar un poquito más la Unión, pero no parece un amo muy cariñoso.