Al menos la sesión de investidura no acabó en completo ridículo, pero las sesiones de “embestidura” previas fueron un fiasco. Ya no queda ningún Mihura de la oratoria parlamentaria. Los xatinos que por allí pululan mugen, pero no cornean. En una novillada de pueblo, serían devueltos a los corrales y apenas darían para una capea de guiris. Por eso algunos portavoces de grupos minoritarios no dudaron en adornarse haciendo desplantes para su peña de amiguetes. Bien sabían que el único peligro que corrían era el de enredarse con su propia capa y darse de morros contra el burladero. Con unos toros indistinguibles de los mansos y unos primeros espadas que nunca debieran haber pasado de alguacilillos, la política nacional sigue a la fiesta en su decadencia. Castelar y Manolete estarán revolviéndose en sus tumbas.
Pero, si el espectáculo en el ruedo fue deplorable, el de los tendidos fue de auténtica vergüenza. El comportamiento de los diputados fue absolutamente inapropiado para nuestro “templo de la democracia”; incluso en una plaza de toros, habría provocado que el resto del público les abuchease; en un partido de fútbol de tercera regional, el árbitro les habría expulsado; en un aula de primaria, habrían recibido una regañina de la maestra y, hasta en el “Sálvame de Luxe”, habría parecido un poco excesivo. Sus señorías han demostrado una carencia tan palmaria de señorío que deberían cambiarles el tratamiento por el de “sus groserías” para evitar malentendidos.
Si esto es una muestra de lo que nos espera el resto de la legislatura, la información parlamentaria deberá sacarse del horario infantil. O quizás deberíamos mandar a nuestros diputados una temporadita a una escuela de las de antes para que les expliquen que, cuando no les guste lo que oyen, están obligados igualmente a mostrar respeto, por el foro en el que están, por los votantes que los pusieron a todos allí, por el derecho a la libertad de expresión del orador y, ya de paso, por dar ejemplo de dignidad y tolerancia a los ciudadanos.