El eufemismo “hacer el amor”, además de cursi, es muy engañoso. El amor no se hace, se siente; lo que se hace es otra cosa que también termina en “r”, pero empieza por “j”. Este es, de hecho, un tema propenso a los equívocos. Por eso, cuando alguien te susurra al oído que te “ama apasionadamente”, no sabes con certeza si intenta llevarte al altar o al huerto. Y, aunque ambos empeños son respetables, conviene tomarse un tiempo, observar su comportamiento y determinar de qué está hablando exactamente, no sea que te enteres demasiado tarde de que sus expectativas y las tuyas no coinciden.
En el ámbito público actual, el nivel de confusión sobre este tema es también pasmoso, tanto en los aspectos más intrascendentes como en los más serios. Así, por ejemplo, los que llamamos prensa y programas del “corazón” acostumbran a tratar de otros órganos situados dos pulgadas más al centro y dos cuartas más abajo. Así, cuando los futbolistas hablan de “amor a los colores” no se refieren a los de sus camisetas, como algún inocente podría suponer, sino a los de unos papelitos multicolores con cifras y con respaldo de Banco Central Europeo.
Así, cuando nuestros políticos hacen gala de su “amor” a España, a Cataluña o a Asturias, como parece ser moda últimamente, deberíamos pararnos y observar atentamente su comportamiento para averiguar a qué clase de “amor” se refieren exactamente. Porque, cuando estas palabras de cariño van acompañadas (como suelen) de manipulaciones y engaños, de intentos de enfrentar a unos españoles con otros y de hipócritas peticiones de “perdón y olvido” para los pasados crímenes de los unos y “fuego eterno” para los pasados crímenes de los otros, parece claro que no intentan llevarte al altar, sino al huerto; no quieren hacerte feliz para siempre, sino hacerte aquella otra cosa que empieza por “j” y, de paso, hacerse con una buena colección de esos papelitos del BCE cuyos colores son los que inspiran tan ferviente “amor” en los políticos como en los futbolistas.