El 8 de marzo va quedando atrás y el ruido de las reivindicaciones del papel femenino en la sociedad se va apagando, como si fuese otra más de las tormentas que nos han visitado. Esperemos que, desaparecida la furia mediática, la lluvia de mensajes de autoafirmación hayan ido calando en el corazón de las mujeres y fructifiquen en una primavera mejor. Ellas y sólo ellas, más de la mitad de la sociedad, tienen el poder de cambiarla, porque la igualdad no es un favor que se pide, es un derecho que se ejerce.

Se ha puesto como ejemplo a científicas, escritoras, artistas y luchadoras sociales, como si la capacidad femenina estuviese en duda y se necesitasen pruebas personales de ella. No creo que sea éste el caso, tampoco creo que sea el camino. Las grandes figuras pueden resultar inspiradoras, pero siempre nos parecen lejanas y diferentes. Son las personas de nuestro entorno las que usamos como patrón para nuestros juicios y prejuicios y es ahí hacia donde debemos apuntar el foco.

Lejos del glamour (otra forma de esclavitud con un nombre bonito) y de las cámaras, ajenas a exclusivas y entrevistas, están las heroínas anónimas que se han ido ganando día a día el respeto de los que las conocen y cambiando la forma de pensar de la sociedad tradicional. En estos pueblecitos de Asturias he tenido la suerte de conocer a muchas de ellas, mujeres campesinas, trabajadoras infatigables y referentes en su comunidad. Con su esfuerzo y su aplomo frente a la adversidad, reivindicaron su papel como pilares centrales de sus casas, algunas de las cuales conservan aún el nombre de esas legendarias matriarcas tras generaciones.

Aunque raramente las reivindiquen, muchas de las jóvenes que salieron a la calle en el 8M son nietas o bisnietas de aquellas mujeres y les deben buena parte de su bienestar y su libertad. Han heredado su lucha, donde cuenta más el ejemplo callado que el grito fugaz. Si han heredado también su coraje, no dudo que triunfarán en su empeño.