Viendo a un niño disfrutar repartiendo pintura equitativamente entre su ropa y el folio que tiene delante, cuesta imaginar la cantidad de dolores de cabeza que estos rectángulos blancos le traerán en el futuro. Porque ese material de apariencia ligera e inofensiva puede hacerte polvo la espalda (como sabemos los que hemos movido cajas de libros), dejarte la mente bloqueada (como sabemos los que solemos enfrentamos a una página en blanco) o cortar como un cuchillo (como sabemos los que lo hemos comprobado en nuestro dedo). Y, en manos de la Administración, pueden convertir nuestra vida en una pesadilla (como sabemos todos los ciudadanos que hemos tenido que superar algún trámite burocrático.
Tras decenios de partidocracia, nepotismo, amiguismo y clientelismo, las múltiples administraciones se han llenado de enchufados vagos e ineptos. Si se limitasen a cobrar su sueldo desde casa, sería un despilfarro nada más. El problema es que van a la oficina, no a trabajar, claro, pero van. ¿Y qué pueden hacer allí para disimular su incompetencia y su falta de ganas? Pues dos cosas muy sencillas: esconderse detrás de pilas de papeles y agobiar con ellos a los funcionarios competentes para evitar que hagan algo útil y los dejen en evidencia. ¿Y de dónde salen tantos papeles? Pues no van a cubrirlos ellos, sería demasiado fatigoso. Eso queda para los ciudadanos, es decir, los rellenamos usted y yo.
Por eso, la próxima vez que vaya a pedir permiso para pintar la valla y le pidan la fe de vida, el certificado de vacunas y el curso de manejo de materiales colorantes, recuerde el montón de inútiles que medran gracias a esos papelitos inútiles. Si algún funcionario amable que intenta ayudarle le mira con desesperación y le dice que no puede hacer más, créale, él es otra víctima. Y, si intenta poner en marcha una iniciativa y le ponen tantas trabas que al final desiste, sepa que es eso lo que buscaban. A los que no sirven para nada les molesta que haya gente que haga cosas.